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Mi covidianidad

En la covidianidad las noches son sagradas como nunca antes lo habían sido. Uno no aprende a valorar su tiempo libre hasta que tiene hijos. | Alejandro Basave

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Escrito en OPINIÓN el

“¡Oh, cuán tardía acción es comenzar la vida cuando se quiere acabar!” -Séneca

Hace unos días la pulga (mi hija de 3 años) empezó a hablar como agente de tránsito al contestar a todo con la muletilla “sucede que”. Me di cuenta cuando le pregunté si tenía hambre y contestó: “Sucede que comí un pulparindo hace rato”. Unas horas después supe que la cosa iba en serio cuando excusó a su muñeca espetando: “Sucede que Rafaelita va a ir a su clase de natación.”

Por su parte, la luciérnaga (mi hija de ocho meses) optó por pausar el empezar a hablar para en su lugar gruñir como dragona. ¿Y mi esposa? Pues ella se ha dedicado al cultivo de canas ahora que la cuarentena decidió nombrarla guía (maestra) Montessori de un grupo conformado por dos niñas y un adulto. Con decirle, apreciable lector, que ya agotó todas las manualidades para niños que aloja Pinterest y está lista para ser la nueva host del “Club de Cositas”.

En mi caso, puedo confirmar que ha habido un aumento en el consumo de vino, sopas instantáneas y cacahuates japoneses, y un decremento en mi esperanza en la humanidad y el uso de pantalones y zapatos. Me queda claro que todos estamos lidiando con el confinamiento de diversas maneras.

En estas semanas he leído a varios decir que esta “nueva normalidad” a lo que más se asemeja es a Groundhog Day (la espléndida película de Harold Ramis en la que Bill Murray interpreta a un meteorólogo que vive el mismo día varias veces). Difiero. Esta covidianidad se parece más a Demolition Man; una mala distopía noventera en la que la comida es mala, se prohíbe el contacto físico y el futuro de la humanidad depende en buena medida de un grupo de villanos caricaturescos.

En esta distopía, eso sí, los días tienden a ser muy similares. Despertar, tomar café, darle de comer a los perros, desayunar, lavar los platos, trabajar, jugar con las niñas, trabajar, comer, tomar café, lavar más platos, trabajar, acostar a las niñas, ver televisión, leer algo y caer rendido, presa del cansancio y el desasosiego.

La rutina anterior envuelta, desde luego, en mi característica hipocondría. Esa que durante las últimas semanas me ha convencido cada tercer día de que tengo coronavirus a pesar de no haber salido de la casa gracias al privilegio de poder hacer home office, dar mi clase vía Blackboard y pedir el súper a domicilio.

Algo positivo del confinamiento es que me ha acercado aún más a mis hijas. La grande, por ejemplo, se convirtió en mi socia y hemos coescrito -con una prolificidad que Stephen King envidiaría- unas sesenta obras de teatro. Los temas varían cada día y van desde una tolstoiana visita al consultorio médico hasta un concurso de talentos en la luna entre humanos y marcianos. Cada puesta en escena agota lo equivalente a diez horas de llamadas por Zoom o Google Hangouts por el nivel de exigencia de mi socia. Y es que no solo sabe lo que quiere, sino que también puede detectar (y hacerme ver) con enorme facilidad cuando no estoy dando mi cien por ciento.

Conforme avanza el día, me saboreo la llegada de la noche. Después de acostar a las niñas, derrotado, me desparramo en el sillón y abro Twitter. Con mi pulgar con olor a esponja húmeda y detergente navego sin rumbo en ese mar de maniqueísmo y memes. En la covidianidad las noches son sagradas como nunca antes lo habían sido. Y es que uno no aprende a valorar su tiempo libre hasta que tiene hijos.

Trivialidades aparte, qué cruel virus que no conforme con haberle quitado la vida a cientos de miles de personas en tan corto tiempo, también les privó de la posibilidad de decir adiós y tener un digno velorio. No dejemos también que nos deshumanice robándonos la capacidad de asombro. Frente a tantos desgarradores relatos no hay más que sentirse agradecidos y recordar que la magnificencia de la vida radica precisamente en su fragilidad.

Seguramente vendrán tiempos mejores. Mientras tanto procuraré recordar que cada preocupación (el bienestar de mis hijas, la incertidumbre financiera…) que revolotee en mi cabeza lleva consigo escondida una razón para dar gracias a Dios.