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Los rostros de la salsa • Leonardo Padura

El autor nos regala un retrato íntimo de los grandes exponentes de la salsa.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Los melómanos son curiosos e impertinentes, quieren saberlo todo del género que aman y no descansan hasta encontrar lo que buscan. Las crónicas del Caribe se han hecho a través de las canciones, y eso lo sabe bien Leonardo Padura, quien le ha tomado el pulso a un género que ha sido discutido desde su propio nacimiento, a comienzos de los años 70. A través de la conversación con sus protagonistas, el autor nos regala un bellísimo retrato de las trayectorias de personajes fascinantes como Mario Bauzá, Cachao López, Papo Lucca, Juan Luis Guerra, Rubén Blades, Willie Colón, Johnny Pacheco y Juan Formell.

Fragmento del libro Los rostros de la salsa© 2020, Tusquets. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Leonardo Padura. Licenciado en filología por la universidad de esta ciudad, ha trabajado como guionista, periodista y crítico. En 2012 recibió el Premio Nacional de Literatura de Cuba. En 2015 le fue concedido el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015.

Los rostros de la salsa | Leonardo Padura

#AdelantosEditoriales



Fragmento Los rostros de la salsa de Leonardo Padura de Tusquets

Conversación en «La Catedral» con Mario Bauzá

El bar «La Catedral» está ubicado en la esquina de Ámsterdam con la 106 (también llamada Duke Ellington Boulevard), en la misma frontera de Harlem y El Barrio. Es una vieja taberna irlandesa, construida tal vez por la década de 1920, oscura y cavernosa a pesar de sus altas vidrieras que dan a la calle. Tiene una larga barra de madera negra, con sus imprescindibles banquetas, y en el centro del salón (más largo que ancho) un parabán también de madera renegrida separa la barra de la hilera de mesas donde, además de beber, se pueden comer los platos ligeros que prepara la casa. El bar «La Catedral» huele como deben oler las buenas tabernas irlandesas: a cerveza derramada y seca, a whisky abrasador y a cigarrillos pálidos y dulzones de tabaco rubio de Virginia.

Por encontrarse en un sitio tan «estratégico» el bar «La Catedral» no es precisamente un lugar recomendado en las guías de turismo neoyorquinas. Desde sus mesas se ve pasar por la calle una típica humanidad de negros de Harlem y latinos de El Barrio, de fácil identificación por su indumentaria y gesticulación al hablar. Sin embargo, a muy pocos de ellos les interesa trasponer los umbrales de esta insólita taberna irlandesa con nombre en español, a la que sólo acuden los clientes habituales, bebedores discretos y poco conversadores que en las tardes se acodan en el bar para disfrutar, en la televisión que se ve desde la barra, los partidos de los Mets o los Yankees de Nueva York, algún resumen local de noticias o un show que parece divertido a juzgar por las risas grabadas en el background.

En un rincón de la barra, bebiendo la primera de las siete Budweiser que le vería tragar, Mario Bauzá estaba disfrutando la televisión aquella fría tarde de noviembre de 1992. A su lado, prefiriendo un whisky con mucho hielo, está su mejor compañero de estos últimos años, Rudy Calzado. Los dos parecen displicentes y lejanos, aun cuando comenten algo con el rubio cantinero que también disfruta del show televisivo. Mario Bauzá vive en Columbus Avenue, a un par de cuadras del bar, y prefiere hacer en «La Catedral» todas sus citas de trabajo, incluidas las charlas con los músicos de su banda: de algún modo la taberna se ha convertido en su oficina ejecutiva, con la ventaja de que allí no tiene que brindar café (que en su casa debía ser necesariamente cubano) y de que, en la hileras de mesas, una le ha sido reservada de modo permanente.

Hasta esta tarde apenas yo había visto algunas fotos de Mario Bauzá, en las cuales generalmente reía con su boca de caimán dientuso. Sin embargo, cada vez que oía hablar de música caribeña en Nueva York, su imagen afloraba como un mito entre las aguas. Y ahora está frente a mí, casi diminuto en su grandeza, cargando con asombrosa facilidad sus ochenta y dos años, pero lo reconozco al instante: a pesar de sus seis décadas de residencia neoyorquina este hombre tiene demasiada cara de cubano para no ser precisamente Mario Bauzá. Y él me reconoce a mí, en cuanto me aproximo (tal vez por lo mismo de la cara, pienso). Lo saludo, tratándolo de Maestro, y él me presenta a Rudy Calzado, colega y cantante principal de su orquesta, y a la vez yo les presento a Pancho Miguens, mi viejo amigo de la secundaria y el preuniversitario en La Habana, devenido ahora mi particular guía neoyorquino.

A pesar de los saludos, Mario Bauzá no parece muy entusiasmado con la idea de abandonar el hilarante show de televisión para dedicarse a conversar conmigo, y luego de una estruendosa carcajada grabada que no lo hace reír, deja la barra y nos lleva hacia su mesa, al otro lado del parabán. Con él viaja la Budweiser y su inseparable gorra del modelo «Orlando La Serie», que se acomoda como si fuera a emprender un larguísimo trayecto, no sé si en el espacio o en el tiempo.

Ahora está sentado frente a mí y de pronto descubro que no sé qué decirle: Mario Bauzá tiene para mí algo que impone respeto, o tal vez sea nada más que la emoción ante lo increíble. Porque sí, él es Mario Bauzá y yo estoy en Nueva York y voy a realizar uno de mis más lejanos y —hasta hace unos instantes— apenas concebible deseo: entrevistar a ese señor que, en lugar de la gorra de paño, debería llevar una triple corona: la del primer rey del jazz latino, la del más empecinado cultor del son cubano en Estados Unidos, y la del primer patriarca de esa fusión que luego se llamaría música salsa. Desde ese trono, Mario es como un sabio gurú ante el cual debe acudir todo el que desee saber qué ha sucedido con la música del Caribe allá en la Gran Manzana.

Porque Mario Bauzá, entre Benny Moré y Arsenio Rodríguez, entre Ignacio Piñeiro y Miguel Matamoros, es, hace mucho tiempo, uno de los nombres más importantes de la música popular cubana y del jazz... Y el más olvidado de todos.

Noticia

«Washington.— Mario Bauzá, el músico cubano creador de una de las fusiones más trascendentes de la música contemporánea —el jazz afrocubano— murió en la ciudad de Nueva York a los ochenta y dos años. Residente en los Estados Unidos desde la década del 20, adonde viajó para perfeccionar sus experimentos sonoros, Bauzá era el último gran pionero vivo del afro-jazz, al que aportaron notables creaciones, además, Chano Pozo, Frank Grillo (Machito) y el norteamericano Dizzy Gillespie. ‘Después de todo, venimos de la misma raíz: es un matrimonio perfecto’, decía Mario Bauzá refiriéndose a la mezcla de ritmos que lo inmortalizó y a la que nunca quiso llamar Jazz latino.(PL)*

El Son, el Danzón y el Jazz: Todo tuvo su comienzo

¿Empezamos por el principio del principio?

Oye, chico, de eso hace un chorro de años... Yo nací en el barrio de Cayo Hueso, en La Habana, en 1911, y empecé a tocar a los catorce años, cuando todavía el danzón reinaba en la música cubana. Era la época de la orquesta típica, y toqué con Felipe Valdés, con Juanito Zequeira, con Raimundo Valenzuela, que tenían muy buenas orquestas danzoneras. Al mismo tiempo fui clarinetista de la Filarmónica de La Habana, porque yo sí tenía estudios musicales serios. Y después, cuando vino la charanga, grabé con la que más prestigio tenía en Cuba, la de Antonio María Romeu, que fue la orquesta con la que vine por primera vez a Nueva York en el año 1926. Como yo todavía era un niño, para viajar mis padres tuvieron que dar un poder. Pero cuando el ambiente de aquí, las orquestas de Paul Whiteman, Fletcher Henderson y Tommy Dorsey, vi las fiestas y los teatros de aquí, la forma como los negros tocaban, bailaban y se divertían, me dije: Este es el país para mí. Porque un hombre de mis aspiraciones no podía quedarse en Cuba. El problema fue entonces que no tenía edad para sacar pasaporte y tuve que regresar, aunque ya con la idea en la cabeza de venir a trabajar a esta ciudad. Y esperé en La Habana hasta el año 1929, cuando cumplí los 18 años y al fin saqué mi pasaporte. Y en el año 1930 regresé a Nueva York, en el barco «S.S. Oriente»... Me acuerdo que en esa época yo estaba tocando en el Sans Souci y el Montmartre, que eran los mejores cabarets de La Habana, y ganaba veinticinco dólares la hora, que era un dineral en ese tiempo, pero ya lo mío estaba decidido. Fui a ver a mi novia, Estrella, y le dije: «Me voy mañana». Cómo lloraba, la pobre…

¿Qué pasaba en esa época con la música cubana aquí en Nueva York?

Cuando yo llego, la primera orquesta que había traído música cubana a esta ciudad es Don Azpiazu. Es el momento en que «El manisero», cantado por Antonio Machín, pega en Brooklyn, y la Víctor lo contrata para que lo grabe, y él prepara un cuarteto para hacer el disco con gentes de la orquesta de Azpiazu, entre ellos Daniel, que le hace la voz segunda, y Remberto Lara que toca la trompeta. Después el cuarteto siguió hasta que Remberto Lara tiene que regresar a Cuba con Azpiazu. Entonces es cuando coincido con Machín en una fiesta en la que estaba tocando (pues casualmente habíamos viajado en el mismo barco) y veo que tiene problemas para encontrar un trompetista que pueda acompañarlo, y yo me le acerco y le digo: Oye, Machín, yo te puedo tocar la trompeta esa que te hace falta a ti… y él me dice que yo no soy trompetista, y entonces es que le digo: Cómprame una trompeta y tú verás si la toco o no. Y Machín me compró una trompeta de quince dólares y con ella me encerré nada más que dos semanas... Ese fue mi primer trabajo en Nueva York, como trompetista del cuarteto de Antonio Machín.

Usted y Machín, ¿fueron buenos amigos?

Siempre le tuve respeto y estima (además de agradecerle que me comprara aquella trompeta que cambió mi vida). Era un gran músico y por eso creo que en España, todavía hoy, decir Machín es casi como decir dios... Él se merece todos los honores.

¿Y cómo se vincula al mundo del jazz?

Un tiempo después, ya como trompetista, consigo un puesto en la banda de Noble Sissle y estoy unos meses con ellos, hasta que les llega un contrato para ir a Europa pero yo decido quedarme acá. Entonces me meto con mi trompeta en un grupito de jazz de medio pelo —se llamaba Hy Clark’s Missourians— para tocar en el Savoy, y allí me oye la gente de la orquesta de Chick Webb y me piden que me vaya con ellos, aunque no estoy mucho tiempo con la orquesta, porque enseguida paso a la de Don Redman, y finalmente a la de Cab Calloway, donde estoy hasta el año 1941.

¿Qué fue lo que aprendió del jazz? ¿Y de quién aprendió más?

Claro que aprendí mucho del jazz, y sobre todo aprendí mucho de un señor que se llamaba Chick Webb. Cuando yo empecé a tocar con él, por el año 1933, después de oírme en los primeros ensayos, él me llamó y me dijo: Mire, Mario, usted tiene algo que yo necesito, y yo tengo algo que usted necesita. La música es un idioma internacional, pero usted y yo no hablamos igual el inglés, aunque nos comunicamos, ¿no es así? Y el día que usted entienda de verdad la fraseología de la música negra americana, con lo que usted sabe de la cubana, va a ser un músico de respeto... Y yo me esforcé por entenderla, y creo que lo logré, porque al año, Chick Webb reunió a la orquesta y les dijo que desde ese día yo era el director musical de la agrupación. Él me enseñó lo que no aprendí en ningún conservatorio; me enseñó a disfrutar la libertad sin fronteras del buen jazz y sobre todo a poder combinar la síncopa cubana con la americana, a meterlas en un solo patrón, que fue el mío, y ahí está la semilla del afrocuban jazz.

¿Y cómo le fue con Cab Calloway?

Con él toqué varios años, hasta el 41. Pero desde antes yo no me sentía bien con el grupo, porque había gente resentida conmigo desde que metí a Dizzy Gillespie en la orquesta y traté junto con él de empezar con mi estilo, porque nosotros sabíamos que el jazz era algo grande, pero el ritmo era monótono y siempre estábamos tratando de ver cómo podíamos resolver eso: y finalmente se resolvió, con el be-bop. Pero en la orquesta de Cab no me entendieron y llegaron a decirme que mi ritmo parecía música de caballitos, y fue entonces que les dije: Cualquier día ustedes van a oír una orquesta mejor que ésta, tocando mi música. Y entonces me fui a formar los Afrocubans de Machito y a hacer mis experimentos, que era lo que yo quería.

Una opinión

«Con Mario Bauzá en la banda, realmente yo comencé a interesarme en traer las influencias latinas, especialmente afrocubanas, a mi música. O debo decir sólo afrocubanas, porque no hay otras influencias en nuestra música, no hay otras influencias en el jazz. Nadie tocaba entonces ese tipo de música... Yo quedé totalmente fascinado con las posibilidades de expansión y enriquecimiento del jazz, rítmica y sonoramente, a través del empleo del ritmo afrocubano y su invención melódica. Pero yo todavía no estaba preparado para intentar algo tan fuerte, ni nadie lo estaba en el campo del jazz». (Dizzy Gillespie)

Un matrimonio perfecto

Tres días después de mi diálogo con Mario Bauzá, el 13 de noviembre, tenía el privilegio inesperado de ocupar la mesa de «los invitados de Mario» en el Terrace Room del Newark Symphony Hall, donde se celebraba un Latin Jazz Dance Party como parte del programa del Newark Jazz Festival. La nueva orquesta de Mario Bauzá ofrecía esa noche su recital, y a la experiencia de la conversación en «La Catedral» se unía ahora la más inesperada de verlo actuar y de compartir su mesa en los intermedios. La actuación, de más de dos horas, me permitió comprobar la vitalidad de aquel hombre que no dejaba de moverse delante de su orquesta y de oír, de viva voz, a una de las protagonistas de la historia del afrocuban: Graciela Grillo, la hermana de Machito que, emigrada de la célebre orquesta femenina Anacaona, se convirtió en la cantante líder de los Afrocubans por unos largos treinta años.

En uno de los intermedios Mario me contó que estaba contento con el resurgimiento público que había tenido su música en los últimos meses. Había grabado una nueva versión de la suite Tanga al frente de una orquesta de veinticinco músicos, y también había preparado y editado el LD My Time is Now, con sones, danzones y boleros antológicos de los días de esplendor de los Afrocubans. Además me confió, con su voz ronca y cubanísima, que últimamente aquellas actuaciones en vivo lo cansaban demasiado, pero terminó su Budweiser y regresó al escenario, desde donde sonrió al público... Ni Mario Bauzá ni yo nos imaginábamos que aquel concierto en el Newark Symphony Hall sería una de sus últimas actuaciones en el reino de este mundo, por donde anduvo casi 83 años…

Mario, ¿por qué le pone a la orquesta el nombre de Machito y no el de Mario Bauzá?

Ese fue un regalo que yo le quise hacer a él. Cuando viajé a Cuba en el año 1936 a casarme con su hermana, Estrella, él me pidió que lo trajera para acá, y como nosotros siempre habíamos sido inseparables, preparé las cosas y lo traje. Yo conocía a Macho desde que yo tenía doce años, y él cantaba con los sextetos y ahí empezó una larguísima amistad. Y fundamos la orquesta en 1940, pero yo no entré hasta el año siguiente.

¿Y qué clase de músico era Machito?

Un sonero de tres pares de timbales. Yo lo consideraba el mejor maraquero de la música cubana. Él había cantado con Abelardo Barroso, con María Teresa Vera en la academia del Rialto, siempre en orquestas de puntería, y él fue quien me enseñó a meter la clave de la música cubana, que es lo básico.

Cuando forma la orquesta, ¿ya tenía en mente el afrocuban?

Claro que sí. Yo quería una orquesta que tuviera el sonido de las bandas grandes americanas, pero que tocara música cubana. En aquella época eso parecía una locura, pero con esa idea formamos «Machito y los Afrocubans» y debutamos el tres de diciembre de 1940 en el club «La Conga» que estaba en la 52 y Broadway, y allí estuvimos cuatro años. La «cosa» funcionó de tal modo que yo estoy en la orquesta hasta 1975. Todo ese tiempo yo fui el director musical del grupo y aunque no todos los arreglos eran míos, yo era como el arquitecto que le daba forma a aquella música y pude hacer muchos experimentos, como el de un álbum que escribí completo y se llamó Kenya o la suite Tanga (que significa mariguana en un dialecto africano), que después la ha tocado todo el mundo. Además, para lograr mejor la fusión con el jazz invité a tocar con nosotros a mucha gente, entre ellos Charlie Parker, Stan Getz, Dexter Gordon y Herbie Mann, o Tito Puente, que fue el primer timbalero de la orquesta, desde el año 1940 hasta el 42, cuando la guerra, y entonces él se tuvo que ir al Ejército. Por todas esas cosas nosotros siempre estuvimos entre los cinco grupos latinos más solicitados de Nueva York.

*Publicado en la página cultural del periódico Granma, La Habana, el martes 13 de julio de 1993, dos días después de la muerte de Mario Bauzá. Fue la única información sobre la muerte del músico que apareció en la prensa cubana. (Nota del autor).