Main logo

Los ojos del turista profundo son los del poeta

Leer un poemario es como andar en bicicleta por las calles escondidas de la ciudad del lenguaje. Es romper su cotidianidad, traspasar la objetividad...

Por
Escrito en HIDALGO el

He tenido pocas experiencias de viajes, probablemente las que más me impactaron fueron las que tenían que ver con libros. Por ejemplo, recuerdo una salida escolar en prepa. Terminamos en una megafiesta en una habitación del hotel, donde conviví como no lo había hecho con algunos compañeros y compañeras de la escuela, y en donde la madrugada me despertó cubriéndome con su manto fresco, sensación de frío en todo el cuerpo, en una habitación que no era la mía, dormido en un extremo del cuarto, rodeado de mochilas y botellas de cerveza. Desperté y abrí mi mochila, de donde agarré un ejemplar de “El Guardián entre el Centeno”, salí a la ventana, a una terraza o no recuerdo dónde, y comencé el día leyendo las aventuras de Holden: el niño que comienza a confrontarse con un mundo fuera de su normalidad y la pérdida del refugio de saberse cuidado por sus padres.  Mundo lleno de promesas y peligros.

Tal vez porque yo estaba en un viaje, lejos de los padres, después de una fiesta en donde estaba una chica que me encantaba y con quien compartí habitación (entre otras personas), porque éramos jóvenes, encontré en el protagonista de la novela de Salinger un espejo que reflejaba una parte de mi que no sabía que tenía, que me comenzaba a herir y me hablaba de otra forma sobre mí mismo. Pero después de terminado el libro, se lo presté a otro compañero de entonces, terminamos la preparatoria sin que ese libro regresara.

Otros de los viajes que me han parecido interesantes son cuando he ido a hacer presentaciones editoriales, lecturas de poesía, ir a dar talleres o cualquier cuestión que tenga que ver con aspectos literarios. Al trabajar desde el ámbito autogestivo, lo más común es que me vaya con “paros” donde amigos me reciban en sus casas y, por un breve periodo, viva como un local y conozca a los personajes de la ciudad, los foros culturales, aspectos, problemas y chismes del entorno. Este tipo de vivencias solo los he podido encontrar al viajar de esta manera y en este momento son a los que podría llamar “de turista profundo” que no se queda con la parte bonita de viajar, subir fotos a redes y disfrutar de carpas, vistas, eventos y bebidas a sobreprecio porque “soy turista”. Sino que me muestran los espacios donde “esta la banda”, donde “hay ambiente”, donde “la señito es buena onda y nos deja tomar ahí mismo”… Claro, para eso también es entendible que no somos personas que se vayan a emborrachar y presumir de gastar lo que no tienen, sino, de alguna manera, buscamos cazar las historias y experiencias, hermanándonos con otros sitios y personas.

Hace algunos años pensaba en esos viajes que había hecho, y me daba cuenta que había algo distinto: parecía que, al despertar en otros espacios geográficos, mi visión se volvía ensoñación: como que vivía momentos idílicos, sin presiones, disfrutando los momentos, las sensaciones de los distintos climas en la piel. Los colores de las calles, de los monumentos, de los edificios eran a la mejor los mismos de mi ciudad, pero todo se veía nuevo, distinto, prometedor. Así, el entorno, y la percepción subjetiva que tenía de mi entorno, me predisponían a la emoción del descubrimiento, a la libertad para explorar, al goce de la apreciación del momento.

De las reflexiones anteriores me llegaron dudas similares, pero sobre mi entorno personal ¿por qué no es posible que me emocione así en mi ciudad?, ¿qué hace que sea más productivo en otros lugares a los que voy de visita que en mi ciudad natal? (productivo en el sentido de que parecía que me inundaba de información, de imágenes poéticas, de reflexiones e historias por escribir. Cosa que a veces cuesta más trabajo en Pachuca, en mi día a día). Y decidí hacer un experimento en mí mismo: ¿Cómo podría influir y llegar a ese mismo estado en mi ciudad? La hipótesis fue la siguiente: En otros lugares tengo esa percepción distinta porque me sensibilizo ante el no saber qué ocurrirá, al no conocer los espacios, las calles, las personas. A la indeterminación de lo inmediato. Entonces, si puedo ver las cosas desde otra perspectiva en mi ciudad, podré acceder a lo que he llamado “la visión del turista en casa” (no recuerdo de dónde saqué el término, sé que no es mío, pero lo uso porque me hace sentido).

Para lograrlo, decidí moverme en la ciudad principalmente en bicicleta. Desde el principio el cambio fue abrumador. Para alguien que solía viajar en transporte público, la experiencia de vivenciar la ciudad es distinta. Ahora tenía la libertad de crear más rutas, de conocer calles que antes ni siquiera sabía que existían, paredes, graffittis, fachadas, hoyos, perros, postes, negocios, personas… accedí a un diálogo distinto con mi ciudad, descubriendo y redescubriendo sus dimensiones, lugares y cotidianidades. El resultado fue exitoso.

Estas semanas he estado releyendo algunos poemas de Apollinaire, y leerlo significa entrar en un estado de concentración en donde todo pueda quedar fuera, menos los versos: tratar de entenderlos me obliga a flexibilizar el lenguaje, a buscar los puntos de unión, a meterlos en una caja mágica donde la palabra es precisa, a veces no en el concepto mismo de la palabra, sino por que se acerca a expresar algo más profundo e íntimo, ya que como suelo decir “la poesía no dice lo indecible, pero nos acerca al silencio que lo intuye”.

Este diálogo con el poeta es posible porque, a pesar de las décadas, kilómetros y tecnologías de diferencia, ambos hemos tenido cuerpos, emociones, pensamientos y, hasta cierto punto, compartimos la cultura occidental.

Si quieren verlo así, leer un poemario es como andar en bicicleta por las calles escondidas de la ciudad del lenguaje. Es romper su cotidianidad, traspasar la objetividad de los conceptos para trascenderlos entre callejones y baches para llegar a nuestro destino, que es el mensaje.

Decidir escribir poemas es tratar de ser un eterno turista profundo, que se acerca cada vez más y de maneras distintas al lenguaje para tratar de compartir (y eso implica entender para sí mismos) los descubrimientos que hace en una doble ciudad: el lenguaje y sí mismos.

Finalmente, hace un par de años pasé por muchos cambios en mi vida, lo que volvió a alterar y acercarme de una manera diferente a mi ciudad. Sentía que tomaba camiones que me llevaban a otros destinos de vida. Un día, recibí un mensaje de mi amigo de la prepa para decirme que recién había encontrado el libro que le presté, que me lo quería devolver. Cuando nos encontramos, platicamos de la vida y de los cambios, me entregó mi libro y me llenó de nostalgia porque efectivamente, es el mismo libro que hace más de quince años le presté: misma portada, misma edición, mismas calcomanías de librerías… el paso del tiempo, el mundo ha pasado por él. Así como por mí. Ese libro ha sido muy importante para que comenzara a dedicarme a esto, y tras años de turistear por el lenguaje y la vida, hoy, nuevamente, me acompaña en mi equipaje de mano.