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La escritura de Agota Kristof

"Mi forma de escribir viene del teatro. Diálogo puro. Lo justo, sin relleno, sin grasa": Agota Kristof. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

Comencé hace unos días a leer “Analfabeta” de Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 30 de octubre de 1935 - Neuchâtel, Suiza, 27 de julio de 2011) No he podido parar de leer a la autora húngara. Entre la admiración y el espanto. Entre la hipnosis y el deseo de emprender la fuga. Cuando tenía 21 años huyó con su esposo y una niña de cuatro meses hacia Suiza. Ella cargaba dos bolsas: la de los objetos de la niña, y la que contenía el diccionario de su padre. Traía consigo su identidad y su lengua. Un diccionario contra el olvido.

En Neuchatel comenzó a trabajar en una fábrica de relojes. El tiempo del exilio. La fábrica duró cinco años. Los movimientos mecánicos y repetidos le permitían escribir poemas en su cabeza. En húngaro, por supuesto. No hablaba ni una palabra de francés. Un día percibió con intensidad esa extraña sensación: las librerías estaban allí, llenas de libros que ella no podía leer. Y nombró esa sensación: “Soy analfabeta. Yo que ya leía a los cuatro años”. Su lengua materna y la lengua de los ocupantes que los obligaron a huir: la lengua enemiga. Pero reflexiona y explica cómo la lengua del país de acogida es también, por tan distintas razones una “lengua enemiga”. El francés la hace correr el riesgo de olvidar el húngaro. 

Tardó entonces 30 años en escribir en francés. Se fue rodeando de diccionarios. Cada vez le parecía que no lo escribía lo suficientemente bien. Tal vez. Quizá solo posponía ese momento de la traición: escribir en francés. ¿Quién es una en la lengua del otro? Los paisajes. Las costumbres. Los olores ajenos que van dejando de serlo. Entre más aprendes los nombres de las calles, más olvidas los nombres de otras calles. Primero escribió obras de teatro. Después su primera novela: “El gran cuaderno” (1986) publicada en Francia por Éditions du Seuil. A la que siguieron “La prueba” (1988) y “La tercera mentira” (1992) convertidas en la trilogía “Claus y Lucas”, por el nombre de sus personajes. “Ayer” (1995), “La analfabeta”, relato autobiográfico (2004), “No importa” (2005). Claus y Lucas son gemelos. Viven en la ciudad con su madre, hasta que ante los bombardeos constantes y el hambre la madre decide llevarlos al campo a casa de un personaje para ellos totalmente desconocido: la abuela.

“La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre aún tenía madre. Nosotros la llamamos abuela. La gente la llama la Bruja. Ella nos llama ‘hijos de perra’”. Así va. Así irá. “Los hijos de perra” van a aprender a sobrevivir al infierno. ¿Cómo? Extirpando toda noción de horror, de sufrimiento. Nadie es empático. Nadie. Tampoco ellos: “La abuela nos pega a menudo con sus manos huesudas, con una escoba o un trapo mojado… Otras personas nos dan bofetadas y patadas no sabemos muy bien por qué. Los golpes duelen, nos hacen llorar…Decidimos endurecer nuestro cuerpo para poder soportar el dolor sin llorar. Empezamos dándonos bofetadas el uno al otro y después puñetazos… Vamos desnudos. Nos golpeamos el uno al otro con un cinturón. Nos vamos diciendo, a cada golpe: ‘No ha dolido’. Nos golpeamos fuerte, cada vez más fuerte”.

Los “ejercicios” para no sentir tienen éxito. Los gemelos son muy aplicados. No sólo ejercitan el cuerpo, también practican arrojándose injurias el uno al otro para que las palabras no los hieran. Las emociones se detienen y toma su lugar una especie de “racionalidad” distorsionada. Helados como la nieve allá afuera: “Al cabo de cierto tiempo, efectivamente, ya no sentimos nada. Es otro quien siente el dolor, otro el que se quema, el que se corta, el que sufre… Y continuamos así hasta que las palabras ya no nos entran en el cerebro, ni nos entran siquiera en las orejas”. Se aplican también hasta neutralizar todas las palabras de amor que les fueron dichas por su madre. Extrañarlas daña. Con el empecinamiento que los caracteriza, logran vaciarlas de todo contenido. 

Lucas y Claus vacíados ya, continúan viviendo. Se educan el uno al otro con su diccionario y con una Biblia. Hay un momento en la novela, cuando los gemelos explican su manera de redactar en su “cuaderno grande” que recibimos (¿quizá?) algunas pistas de la escritura de Kristof, tan escueta, tan rotunda. Descarnada, sí, como para dejarnos temblando: “Está prohibido escribir ‘el `pueblo es bonito’, porque el pueblo puede ser bonito para nosotros y feo para otras personas. Del mismo modo, si escribimos: ‘el ordenanza es bueno’, no es verdad, porque el ordenanza puede ser capaz de cometer maldades que ignoramos. Escribimos, sencillamente: ‘el ordenanza nos ha dado unas mantas’. Escribiremos: ‘comemos muchas nueces’ y no: ‘nos gustan las nueces’, porque la palabra ‘gustar’ no es una palabra segura, carece de precisión y de objetividad”.

Los gemelos son pues, “objetivos” y “pragmáticos”. Cuando demasiado tiempo después la madre regresa por ellos, y regresa con un marido y una bebé, un bús estalla en el jardín y las mata. Lucas y Claus limpian los cuerpos sin el menor dejo de tristeza. Acomodan los esqueletos en su desván. Eso sí: colocan a la bebé en los brazos de la madre tal y como las vieron llegar. Las descripciones de los espantos de la guerra y de una primera y una segunda ocupación siguen estas mismas condiciones de escritura: no se adjetiva. Los hechos desnudos son lo suficientemente insoportables, ¿cómo para qué adjetivar? No hay crueldad. No hay perversión: hay una serie de datos duros con los que nosotros como lectores tenemos que cargar. Adjetivar es del dominio de la subjetividad. Eso nos toca a las/los lectoras/es. Si podemos y queremos. La autora nos lo niega. No es lo suyo. Es así como nos lanza a la deriva. 

“En esa lengua desconocida, la abuela se pregunta cosas y ella misma se responde. A veces se ríe o bien se enfada y grita. Al final, casi siempre, se echa a llorar, se va a su habitación dando traspiés, se deja caer en la cama y la oímos sollozar mucho rato por la noche”. No sabremos nada de la historia de esa abuela cruel. Despoja a sus nietos de las pertenencias con las que llegan, abusa de ellos, los mantiene en harapos. Sucios como ella. Al momento de la ocupación rusa (deducimos que son ellos), el único dato: la abuela habla la lengua del invasor.

Una se pregunta: Pero, ¿de verdad estoy leyendo lo que estoy leyendo? Escrito con esta crudeza en la que se nos dice: fue así y no de otra manera. Estos son los hechos. Los seres humanos podemos cometer actos espantosos. Así nada más. No tiene caso analizar. Quizá eso me deja sin aire. Porque intentar analizar el por qué de los actos es, puede ser, una forma de la esperanza. Una vaga ilusión de que las personas podemos cambiar y no necesariamente para peor. En una entrevista con Javier Rodríguez Marcos para Babelia, Kristof le dijo: "Mi forma de escribir viene del teatro. Diálogo puro. Lo justo, sin relleno, sin grasa". Y en esa misma entrevista se pregunta si no hubiera sido mejor quedarse en Hungría. Dice que podría haber sido más feliz. Esa vida paralela a la que ha sido su vida en la tierra del exilio. Una vida más cercana a su familia. Una vida en su país y en su lengua de origen. ¿Por qué eligió no regresar? Después, cuando ya podía elegir.

Los gemelos tienen una “amiga”. Es decir: sostienen algunos intercambios con la asistente del cura. No podríamos decir que son cercanos, pero algo imaginamos que son. Un día por las calles pasa una “procesión”, personas mayores, adultos, niños caminan rodeados de soldados. Se ven hambrientos, tienen mucho miedo. Están acorralados. Nada se nos aclara pero entendemos que son judíos y caminan hacia la deportación. La asistente del cura tiene un pan en la mano. Le pregunta a una muchacha del grupo: “¿tienes hambre?” y le extiende el pan. Cuando la joven que camina extiende su mano para tomarlo, la asistente retira su mano y le dice: “pues yo también” y se lo come entre carcajadas.

Unos días después el horno en el cual la asistente cocinaba le estalla en la cara. Nadie se explicó cómo pudo suceder. El sacerdote solo le dice a los gemelos que él también vio a través de la ventana, la escena del pan. Ese acto de crueldad. No se habló más. En el transcurso de la trilogía Claus y Lucas se separan por años. Otro de sus ejercicios indispensables. El más rudo de todos. Eran hasta ese momento como las dos mitades de uno. Se reencuentran. Y en medio de tales desiertos y desesperanzas recuerdo aquella terrible frase de Scott Fitzgerald: “Evidentemente, toda vida es, un proceso de demolición”. Tremenda Agota Kristof. ¿Por qué continúo leyéndola? ¿Por qué quiero leer todo lo que escribió? Apenas cierre la computadora, “Ayer” me está esperando. No podría explicarlo.