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Algunos usos de la mentira

La mentira recurrente se convierte en una forma de intentar, no solo “defenderse”, sino controlar. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

Podríamos decir que Ana B. padece (y hace padecer) una manera casi sistemática de mentir. ¿De dónde viene y cómo sucede? ¿Por qué la sostiene a pesar de la cantidad de inconvenientes que le provoca en su vida cotidiana y en sus relaciones? Le basta con entrar para crear una cierta tensión en el aire. Difícil en un comienzo, entender en qué consiste. Una continua ansiedad, un desasosiego inscrito en su cuerpo toma el espacio. Más que llegar: irrumpe. Su cuerpo se bambolea como si intentara mantener el equilibrio. 

Comienza la escena de una pretendida seguridad en sí misma a prueba de bombas. Su experiencia le prueba –y es muy afirmativa en este punto– que todo lo que hace, lo hace muy bien. No cabe la menor duda: equivocarse, fallar son deslices humanos en los que jamás podría reconocerse. Su demanda de reconocimiento alcanza decibeles muy altos. Tan altos como ese dolor negado del que aún no sabemos nada. Salvo que está. La ocupa. Le impide dormir. La convierte en un pequeño erizo deseoso de ser amado y provocando con frecuencia lo contrario. Un erizo, paradójicamente, ávido de control y de simbiosis.

Una de las complicaciones más severas es su dificultad para aceptar las diferencias. Ser alguien diferente a ella es un “derecho” que difícilmente concede. Quien no elige lo que ella elegiría vive en el error y es su misión en este mundo señalarlo. Imponer que sea corregido. Abusar, si es necesario, para imponerse. Todo por “el bien” del otro, por supuesto. Y siempre protegida por esa convicción de su infalibilidad y su generosidad que expande extasiada, así de pasmosa le parece. “Expandirse” es en su caso una palabra indispensable. Su “generosidad” pasa continuamente por encima de las decisiones de los demás, invade sus espacios, se convierte en una forma de apropiación y de control.

No logra aprehender por qué no se lo agradecen. Sí, dispuso de el espacio y los objetos de otra persona, pero solo porque lo suyo es ayudar. Ella “apoya”. Es una de sus frases preferidas: “a mí si me apoyan, yo apoyo”. Curiosamente, nunca espera a saber en qué necesitaría la otra persona ser “apoyada”. Lo que implicaría el esfuerzo de mirar, reconocer y escuchar. Sus “apoyos”, ella los decreta. A rajatabla. Gasta cantidades de energía en desplegar “ayudas” no solo no solicitadas, sino que consisten cada vez en imponerse, apropiarse de lo que no corresponde. 

La mentira interviene. Como una piel plastificada que oculta su piel herida. Pasa el tiempo y se va constatando ese modo repetido de responder a cualquier pregunta (toda pregunta se convierte en un cuestionamiento que pone a temblar su ser entero como ante una afrenta) con una gama de palabras que van desde las “verdades” levemente inexactas, hasta las mentiras más rotundas, pasando por cantidades de fabulaciones cuyo fin es enaltecer los rasgos de carácter que Ana B. supone que son los suyos. Pueden serlo o no. En todo caso, difícilmente en las dimensiones en las que son expresados. 

La tensión que transmite viene, quizá, de una manera de vivir a la defensiva, en la continua espera de un ataque. El cuerpo entero en estado de alarma. La más leve sugerencia, el más prudente cuestionamiento genera una reacción de defensa desproporcionada. Quien espera el ataque, termina por encontrarlo. Ana B. parte de una premisa que la ocupó en algún momento de su vida y de la que no logra desprenderse ni ante las circunstancias más afortunadas: el mundo es un lugar particularmente hostil en el que todo vínculo con el otro es una amenaza. 

Toda diferencia es una amenaza. A partir de esta fragilidad pareciera surgir un mecanismo de protección que se convierte en una verdadera armadura: la necesidad de controlar. Controlar el tiempo, el uso de los días, controlar sus necesidades, sus afectos y, por supuesto: controlar a los demás tanto como sea posible, so pena de odiarlos si no sucede y enredarse en toda clase de venganzas “accidentales”, “ingenuas”, “jamás planeadas”.

La mentira recurrente se convierte en una forma de intentar, no solo “defenderse”, sino controlar. Recrear una especie de simbiosis en la que la otra persona será el elemento simbiótico dominado. Su herramienta de completud. Primero tiene que probarle a la otra/el otro lo equivocado que está y todo recurso es válido para este fin. Ante su jefa afirma que no cambió de lugar los documentos urgentes. Es más: no los vio nunca. ¿Dónde los habrá olvidado su jefa? Si una compañera le prueba que sí, fue ella quien los colocó en el archivo erróneo y causó un prejuicio, ella afirma que sí, es probable que lo haya hecho, solo porque en su deseo de “apoyar” está convencida de que ese archivo es el lugar adecuado y no el otro. La razón es suya.

¿Causó un daño? Sí. Pero ese daño ni siquiera se acerca a su realidad. Ya quedó descartado: su solución era muy superior pero no supieron entenderla en lo que vale. Con frecuencia sus manejos resultan perjudiciales, simplemente porque no escucha. No puede escuchar lo que el otro pide, quiere, dado que es distinto de lo que ella querría. La repetida inadmisibilidad de lo distinto. La realidad se convierte en una cosa extraña que se puede negar. Mover de lugar a conveniencia. ¿Ana con qué se queda? Con la más cómoda de las conclusiones: vive rodeada de personas hostiles, amargadas. Que no creen en el “Amor y paz” como ella. 

Su fragilidad está allí y es inmensa, pero tan recubierta de murallas que es muy complejo alcanzarla. Ante su continuo forcejeo pierde trabajos y amigas/os. Se va más herida cada vez. Fabula más. Miente más. Se extravía. Un grave problema de mentir: en ese intento de poseer al otro termina poseída. ¿Miente para defenderse porque no soporta la rudeza que su imaginario otorga a cada cuestionamiento por ligero que sea? Sí. Como una medida de sobrevivencia. ¿Miente para controlar? Muy probablemente. Pero tal vez haya en esa compulsión otros elementos que podrían desarmarse: mentir como una forma de superioridad ante el otro. 

Mentir como una forma de “ganar” en esa rivalidad en la que vive y que carga como tensión en todo el cuerpo. Cada vez tiene que dar sus pruebas. Cada vez juega a las vencidas. Cada vez la otra persona es el adversario a derrotar. Ana B. en un primer tiempo anula toda diferencia que le podría permitir respetar, admirar a la otra persona, aprender de ella. De esa manera se permite respirar. Aunque no avance, aunque en el no aprender se condene a la repetición. Hasta ahora, repetir le parece la única manera de salvarse. En un segundo tiempo elige con mirada microscópica en donde está la falla del/la otro/a. Una vez detectada se concentra en ella: la otra persona ya no es, sino esa falla. La encarnación misma de La falla. Lo fallado. 

No solamente ese otro no tiene mucho por decir, dado lo fallado que está, sino que llega el siguiente paso: se merece no ser tomado en cuenta. Se merece por lo tanto ser engañada/o. Pienso entonces, en las frases de Derrida cuando habla de la mentira: “Lo relevante de la mentira no es nunca su contenido, sino la intencionalidad del que miente. La mentira no es algo que se oponga a la verdad, sino que se sitúa en su finalidad: en el vector que separa lo que alguien dice de lo que piensa en su acción discursiva referida a los otros. Lo decisivo es, por tanto, el perjuicio que ocasiona en el otro, sin el cual no existe la mentira”. 

Quien miente, supone Ana, es superior a quien se deja engañar. Más astuto. Más temible. Más audaz. El juego se da en medio de una serie de “amabilidades” dudosas: llevar un pastelito de cumpleaños a la compañera que está a dieta, provocar un cambio de horarios en el calendario de un compañero para que no trabaje los sábados, cuando el compañero prefiere libres los viernes que cuida a su hijo, enviar mensajitos llenos de buenos deseos, manitas de namaste y angelitos de alitas rosas con los que inunda WhatsApp. Su “solidaridad”, sus continuas “atenciones” son una prueba de su solidaridad y su buen carácter. Su bondad es inatacable. 

Entre más supone que logró engañar, más crece su arrogancia, Las/los otras/os se retiran. Se siente aislada. Le dejan notas sobre su escritorio para evitar hablarle. Su sensación de ataque y de incomprensión crece paralela a su necesidad de instrumentalizar a quien se lo permita. Necesita espejos que le regresen la imagen de su perfección. Su hostilidad crece. En su entorno van renunciando a entablar con ella una relación de afectos positivos. En su urgencia por instrumentalizar, termina siendo instrumentalizada. 

Esa soledad tan repetida, tan enorme y tan suya. Allí está cada vez. Incomprensible para ella. Se enfurece ante las reacciones, se enferma con frecuencia. No logra entender qué sucede. Cómo lo provocó. ¿Lo provocó? ¿Acaso los hechos tienen algo que ver con ella? ¿No es una vez más el mundo hostil atacándola sin que ella participe? Si tan solo pudiera aceptar las fisuras en sí misma. Las inevitables fallas. 

Si tan solo se permitiera flaquear unos minutos y asomarse a sus fallas. Sin terror a desaparecer. Sin ese terror a derrumbarse. Quizá entonces, podría poco a poco comenzar otra vida. No ser más lo que en algún lugar sí sabe que ha sido: el marido ideal de una madre depresiva que la ató cruelmente a la pata de su cama. La dolida fugitiva de una simbiosis que desertó (geográficamente), para reproducirla. Entre su necesidad de los demás y el horror que le provocan. Si tan solo pudiera entender que para ser abrazada hay que permitirlo. Que para ser abrazada hay que aprender a abrazar. La mentira. Ese bumerang.