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Violencias de género • Liliana Hendel

Las mentiras del patriarcado.

Por
Escrito en OPINIÓN el

En este libro, Liliana Hendel revisa los conceptos de ciudadanía, igualdad, feminismo, androcentrismo, femicidio y feminicidio para desenmascarar aquellas mentiras del patriarcado cuyo peso se sostiene aún en la actualidad. Al hacerlo, desarrolla una potente argumentación sobre las diversas formas de violencias físicas, económicas o simbólicas que se ejercen sobre las mujeres: brecha salarial, violencia en los noviazgos, violencia en las relaciones de pareja, violencia obstétrica, entre otras, y su tratamiento en los medios masivos de comunicación. Esta obra brinda, además, entrevistas personales de la autora con personas que por su historia o compromiso se han convertido en referentes emblemáticos de estos temas.

“Un libro sobre la condición de las mujeres, víctimas consuetudinarias de toda clase de violencias, es una nueva puerta que se franquea a la reflexión, a la búsqueda de respuestas a interrogantes que irremediablemente remiten al orden patriarcal regente en nuestras sociedades. Pero este libro es sobre todo un puente de sororidad con las víctimas. [...]

Deseo vivamente que esté a mano en mesas de luz, dando fuerza a congéneres trémulas, y que también se disponga en otras mesas donde resultan comunes los intercambios, en cocinas caseras, pero también en bares y salones festivos. Deseo que haga giros fuera de los estantes de las escuelas y de los colegios, pues su lugar son los pupitres y muy especialmente los escritorios de docentes y directivos. Y también que esté a mano en los lugares de trabajo de funcionarios, de fuerzas de seguridad, y de operadores de justicia.

[…] En fin, quiero que estas páginas sean un impulso firme para revocar el sistema patriarcal y asomarnos a una vida más autónoma y más digna.”

Dora Barrancos, “Prólogo”.

“Hablar de ‘la mentira del patriarcado’ es hablar de la igualdad y la convivencia al amparo de los derechos humanos. El libro de Liliana Hendel abre las puertas al pasillo que hemos de recorrer para situar a la sociedad en la verdad y desplazar así la mentira y sus argumentos falaces que han impedido avanzar por el camino de la igualdad.

Un libro necesario para que la verdad sea de verdad y lo sea sobre la igualdad.”

Miguel Lorente Acosta, “Palabras preliminares”.

Fragmento del libro Violencias de género© 2020, Booket Paidós. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Violencias de género | Liliana Hendel

#AdelantosEditoriales


Violencias de género. Las mentiras del patriarcado de Liliana Hendel

Capítulo 3

Esa belleza mata

“Cualquier chica puede ser glamorosa. Lo único que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida”.

-Hedy Lamarr

La construcción de la belleza física como gran disciplinador

El heteropatriarcado nos formatea con precisiones acerca de qué es ser bella y miente asegurándonos que si cumpliéramos con esos cánones que intenta imponer(nos), con bastante éxito, se abrirían las puertas del paraíso, allí donde solo existe la felicidad de nuestros sueños realizados. Para algunas mujeres el sueño incluye la promesa de un príncipe azul.

Algunos textos son clásicos, por eso volvemos a ellos, como ocurre con El mito de la belleza de Wolf, que, a pesar de haber pasado más de veinte años desde su publicación, sigue manteniendo su vigencia. Los caminos que elige la autora desnudan las mentiras domesticadoras con datos y cifras (lo único que sí ha cambiado con los años) pero, sobre todo, aborda –con una implacable mirada– las consecuencias de este mito en la vida cotidiana.

La pregunta podría ser: ¿de qué no nos ocupamos mientras nos ocupamos de la ficción de la belleza física? Aquellas preguntas que hicieron del texto un boom mantienen –tal vez aumentada– su actualidad. En este libro, Naomi Wolf trabaja sobre una hipótesis ilumina-dora, la idea de que la belleza física femenina, tal como se la construye en las sociedades heteropatriarcales para consumo de los varones, es una ficción al servicio de mantener intacta la dominación masculina. Demuestra en su texto que “la belleza no es universal ni inmutable,

no está basada ni en el sexo, ni en el género, ni en la estética, ni en Dios y ni siquiera tiene una función evolutiva, es solo un mito”. Y como tal, lejos de hablar, como parece de las mujeres, habla de las instituciones de los hombres y de su poder. Concuerdo con la autora cuando plantea que el objetivo de esta ficción es, una vez más, el ejercicio del control que nos ata y nos obliga a autoevaluarnos midiendo esa aceptación que nos hará sentir (o no) que somos parte de algún universo, no importa cual, pero somos parte.

Una persona puede animarse a soñar, lo que sea, lo que quiera, son sueños, es gratis, es habilitante. Un mundo sin pobreza ni pobres. Un país sin exclusiones. Una vida sin mandatos estéticos. Un amor pleno de reciprocidades. Tan solo pensarlo produce una sensación liviana de alegre libertad.

¿Cómo sería vivir en un estado de aceptación de los cuerpos sin valoraciones arbitrarias de lo estético y respetuoso de la condición genética, alimentaria étnica y cultural? E incorporar en la aceptación los placeres, los desbordes. No es lo mismo decirnos “Lo hago porque me encanta meter la cuchara en el dulce de leche” que “No puedo controlar meter la cuchara si hay un tarro de dulce de leche”.

El fantasma del desborde de las mujeres es acuciante para el poder, como si allí se detectara una falla (inexistente) en el sistema autorregu-latorio que hay que subsanar para evitar que se instale la tentación del placer sinónimo de desmesura solo permitido para varones.

¿Por qué no nos llama la atención vivir sometidas a parámetros, rompecabezas, definiciones sobre lo que es bello que cambian con las épocas igual que otras modas? Construcciones que intentan que los cuerpos, en especial de las mujeres y las niñas, sean como arcilla moldeable, modelable, poniendo el acento en la inoculada necesidad de ser mirada/deseada.

¿Quién pone en el centro de la escena eso que luego se dirá que construye la subjetividad femenina?

El sistema heteropatriarcal capitalista pone en funcionamiento la maquinaria de la que seremos engranajes. Una serie infinita de alimentos hidrogenados, químicamente transformados que en las góndolas nos garantizan ilusiones, mentiras sobre las que no pensamos. Un enorme dispositivo cosmético. Un gimnasio en cada cuadra de los barrios con más poder adquisitivo y más espaciados en los de menos, pero igualmente presentes. Vidrieras con talles estafados, si los comparamos con los talles de hace diez años, y un ideal de corporalidad cercano a la androginia que se lleva puestas las curvas y las redondeces naturales que producen las hormonas femeninas y que hace algunas décadas eran de rigor.

Una lucha sin cuartel, una batalla en todos los frentes que se visibiliza en los kioscos de revistas, en los suplementos dominicales de los diarios y, más fuertemente aún, en los medios audiovisuales. El sistema nos quiere disciplinadas y ocupadas, claro, controladas por nuestro propio bien.

Flaca y joven, dos ideales construidos a contramano del devenir natural. Dos ideales que sostienen negocios multimillonarios alrededor del mundo y que nos mantienen apresadas en un laberinto que parece no tener salida porque, efectivamente, así planteado no la tiene. La que dispone de dinero y puede gastar lo hace, la que no, muchas veces desearía poder hacerlo para ser como la modelo de la revista o la de la tele.

Los trazos gruesos y las generalizaciones siempre son desafortunados, por supuesto, sabemos que hay mujeres y niñas con posiciones disidentes, revoltosas y resistentes, pero nos toca revisar el mandato generalizado y el deseo de obediencia para entender cómo funciona y, sobre todo, a qué apunta el sistema heteropatriarcal en su capítulo “belleza”.

Hannah Arendt, al describir la banalidad del mal, plantea que el mal no es la intención de un sujeto monstruoso, sino que es un mecanismo productor de algo monstruoso. Cada uno de los engranajes del sistema es ejecutado por personas comunes. El cuerpo es un texto donde se escribe, obedeciendo el mandato, la realidad social de normas corporales estrictas, de maneras de actuar y de acatar, de maneras de vestir y gesticular, de protocolos de silencios. Cuando esa norma es exitosa, garantiza el orden social que el patriarcado capitalista impone.

Fui una niña y una adolescente gordita en una época en la que el asunto no estaba aún instalado con tanta virulencia. Eran los inicios, ya me escondía para comer. Soy una dietante crónica. Estoy atravesada por este mandato, me preocupa envejecer, engordar… me enoja no encontrar ropa que adapte la moda al talle, el sistema funciona a la perfección, es irracional. Como en otras tantas cosas, me resulta imprescindible desarmar el engranaje, como cuando niña desarmaba los juguetes y descubría, con cierto horror, que estaban vacíos. Solo que esta vez el juguete que desarmo tiene veneno en su interior.

Trastornos de la alimentación

Mientras las modelos, cada vez más flacas, lucen vestidos para fla-cas que hacen que cuando queremos comprarlos las vendedoras, tam-bién flacas, nos miren a las no tan flacas con cierto desprecio, por lo menos en los centros urbanos en Argentina, en los kioscos de golosinas nos venden productos con sabores –dulces o salados– que producen ganas de comer más.

Más de una vez, agotada por la disputa entre la ilusión de ser flaca y mi deseo de comer chocolate, pensé, sintiéndome atrapada, que, justamente, este deseo nos es provocado para luego poder vendernos todo aquello que promete adelgazar(nos). Un negocio redondo: generó el deseo, te vendo lo que deseás. Mientras escribo se cuelan en mi computadora, como consecuencia de mis búsquedas sobre este tema, anuncios acerca de pastillas mágicas, dietas increíbles y grasas indeseables. A solo un click de realizar el sueño del cuerpo perfecto… O, al menos, de una solución para nuestro cuerpo, dando por descontado que hay un problema que requiere una solución. En la actual sociedad de consumo existen prácticas discursivas muy ligadas a la estimulación de la belleza física y al consumo como fines en sí mismos, y las publicidades sostienen esas prácticas con imágenes y promesas. Ha ocurrido un deslizamiento de los conceptos de belleza, antes más abstractos y subjetivos, hacia el plano físico y, como señala Foucault, la definición de “belleza” se ha impregnado de una cantidad de conceptos ligados al marketing de manera que la belleza pasa ahora a representar un capital simbólico que puede adquirirse con esfuerzo personal, perderse e incluso comprarse en el mercado de los espejitos de colores.

Si bien no hay dietas ideales y cada cuerpo, en determinado medioambiente y a determinada edad, tendrá diferentes necesidades para acercarse al peso ideal (recordemos que “ideal” es una construcción cultural que cambia según las épocas), es llamativa y alarmante la facilidad con que rápidamente se instalan en los medios de comunicación de mayor circulación dietas mágicas, a veces extrañas, muchas veces insalubres.

A través del tiempo hemos escuchado y observado a famosas con-tar cómo hacen para mantenerse siempre jóvenes o siempre en forma.

Jane Fonda, por ejemplo, se hizo famosa por sus libros que explicaban, paso a paso, el método de gimnasia que inventó y que promocionaba vendiendo sus propios videos con ella como modelo de las rutinas. En la actualidad está más identificada con esa etapa de su vida, que le brindó tanta masividad, que por su compromiso en contra de la guerra de Vietnam. ¿Será ese el mensaje que debemos registrar como mensaje aleccionador? ¿No es acaso ese el rol que el sistema pretende de las mujeres? Gimnasia para ser bellas sí, militantes para evitar las guerras, que además producen tan buenos dividendos, mejor no.

Pasarás a la historia por tu lucha contra las adiposidades más que por tu compromiso ético contras las guerras.

Más acá en el tiempo, Alessandra Rampolla, sexóloga que cambió el modo de hablar de sexo en los medios de comunicación, mantuvo expectante a su numeroso público cuando pasó de obesa sexy a delgada sexy con el click quirúrgico de la moda de la banda gástrica. Y qué decir de la vernácula Nacha Guevara, que durante años sostuvo que el agua mineral y la meditación son la clave del cutis sin arrugas que la llevaba a cantar en un programa de televisión con el ideario completo de la New Age: “Me gusta ser mujer, me gusta ser mujer…”.

¿Cómo impacta en nuestra vida cotidiana y en nuestra autoestima este mandato que luce inocente en la voz de personas que los medios convierten en parte de nuestra familia? ¿Y cuánto nos ilusiona lo que nos dicen quienes desde un lugar exitoso parecen haber logrado la suprema perfección? “Tiene un cuerpo perfecto”, dice el comentarista hablando de alguien en una pasarela, pero ¿cuál será el sentido del adjetivo “perfecto” aplicado a un cuerpo?

En una encuesta realizada en 2015 en España, la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad (SEEDO) entrevistó a 2944 mujeres casadas de un rango etario que va desde los 25 a los 45 años, con hijos, título superior y trabajo; y los resultados aseguran que ocho de cada diez mujeres que hacen dieta para perder peso fracasan.

Lo que reflejan, crudamente, las encuestas es que la mayoría de las mujeres no están conformes con su imagen. Que sea en número tan mayoritario nos permite pensar que, entonces, el problema de la disconformidad es producto no de un tema personal sino de una sociedad que inocula ese malestar con una intencionalidad no explicitada.

Nos llevan, de tal manera, a desear ese modelo impuesto por el dispositivo de poder que dicta las normas, que nos es difícil reconocer y definir nuestro propio deseo y, sobre todo, aceptar aquellas características incluso genéticas que no coinciden con el producto “photosho-peado” que nos venden como ideal que carece de edad. Las mayores de 50 deben esforzarse para que no se note que tienen 50 y las mayores de 60 pasan a tener imagen de abuelita con el pelo blanco en publicidades de adhesivos para prótesis dentales.

La anorexia, un tema públicamente de mujeres

Según la Asociación Psiquiátrica Norteamericana, la anorexia nerviosa no es solo un trastorno de la alimentación, es también una especificidad de género y es la enfermedad mental que presenta la más alta tasa de mortalidad: uno de cada diez casos fallece por desnutrición, insuficiencia cardiaca o suicidio. Esta problemática afecta, principalmente, a las mujeres y niñas, la cifra en varones llega al 9% y va en aumento.

Una de cada cien niñas adolescentes sufre anorexia nerviosa y el 4% sufre bulimia; además, un 15% padece trastornos alimentarios significativos, según los datos del Instituto de Salud Mental de los Estados Unidos.

Hace unos años, la edad de riesgo se situaba entre los 12 y los 25 años pero, actualmente, las edades se han ampliado mucho, entre otras razones porque la adolescencia de las niñas se ha adelantado a los 9, 10 y 11 años según la región y la clase social a la que pertenezcan.

La enfermedad hace que la percepción de la realidad y de las formas corporales se distorsione y, como consecuencia, se nieguen las sensaciones de hambre, sed, fatiga y sueño. Estas niñas no pueden reconocer emociones, tampoco sus dificultades cada vez mayores de concentración y aprendizaje.

Pueden aparecer sintomatologías depresivas y obsesivas, con frecuentes cambios de ánimo y con sensaciones que oscilan entre el vacío y la inutilidad, que se contradicen con el enorme poder que da sentir que están controlando la situación tal como desean. Vencen el hambre, el agobio y a la familia –si la hay–, que intenta convencerlas de que coman. El temor a subir de peso y a perder ese control invade sus pensamientos y sus sentimientos de autoestima, que se sostiene, básicamente, en lo que comen o, mejor, en lo que logran no comer.

Multiplicidad de razones podrían impulsar a entender como un logro el comer nada, conflictos no solucionados con la madre, padre, familia, pareja, fervor religioso, salida traumática de la adolescencia, el modelo impuesto por los medios, las modelos o un amor desgraciado. En todo el mundo el factor común a quienes ayunan patológicamente es su mayoritaria condición de mujeres. La menor presión social sobre los varones es obvia. Y no es difícil encontrar consejos, recomendaciones y tratamientos para estas mujeres, casi siempre jóvenes. Esta obser-vación de la realidad corrobora la imposibilidad de algunas mujeres de oponerse a mandatos que están invisibilizados como tales y que, gracias a eso, aumentan su efectividad como instrumento disciplinador.

El concepto de “enfermedad” es también una construcción social, un pacto no explicitado de las sociedades médicas y los laboratorios. Las denominadas “enfermedades de las mujeres” siempre han sido muy redituables para las arcas de los negocios de la medicina.

Escrito en el cuerpo, el malestar se instala y no se convierte en revolución transformadora sino que encoge su potencia para, girada sobre sí, convertirse en autodestrucción, y decir con el cuerpo, en el cuerpo, un texto sin palabras.

Si hacemos un breve y rápido recorrido histórico encontraremos a Metrodora (c. 200-400 d. C), una médica griega que ejerció la medicina en el Imperio romano y describió los primeros casos de anorexia nerviosa con rasgos que serían aplicables hoy, además de realizar grandes contribuciones en materia ginecológica y dejar como legado un manuscrito llamado Sobre las enfermedades y las curaciones de las mujeres.

Durante la Edad Media muchas aspirantes a monjas a quienes sus familias querían casar practicaron el ayuno permanente. De esta manera, su cuerpo se consumía, no tenían tetas ni muslos, desaparecía su menstruación, no podían engendrar ni cuidar a nadie, no había riesgo de que alguien las quisiera como esposas. Como Santa Águeda, quien le ofreció sus senos rebanados a su padre y le dijo: “Ahora cásame”. Órdenes enteras de monjas se cortaban la nariz para vivir tranquilas en sus conventos, alejadas de las ciudades, y ahuyentar así a los violadores.

En la Inglaterra victoriana, entre las jóvenes casaderas, la anorexia se extendió como una plaga durante el siglo XIX.

En la actualidad, la plaga reaparece con fuerza. Paloma Gómez, médica española, asegura que la anorexia nerviosa es una rebelión contra la feminidad impuesta, contra el mandato que encadena irremediablemente a las mujeres a la maternidad y al cuidado de los otros. En una sociedad donde el mandato se ha viralizado, también se ha viralizado la anorexia como respuesta. Y señala también, como dato interesante, que la anorexia solo se da en sociedades cristianas: ni las mujeres musulmanas, ni las japonesas, ni las judías residentes en países de mayoría cristiana desarrollan anorexia.

Su denuncia es, sin duda, muy impactante ya que señala que ningún enfermo recibe un tratamiento tan humillante y violento como el que se dispensa a estas chicas, encierro, alimentación forzosa, correas alrededor del cuerpo.

La excusa para el maltrato, en nombre de la ciencia y siempre “por tu propio bien”, es siempre la misma: se dice de ellas que son unas manipuladoras tremendamente caprichosas, (algo que se dice con facilidad de las mujeres para denostarlas) y que por eso son capaces de mantener su ayuno durante años contra viento y marea.

El poder médico hegemónico –como todo poder– doblega, porque no cree que deba descifrar allí algún mensaje que aporte a su interés.

Estos brutales tratamientos empezaron a ser aplicados en el si-glo XIX y se siguen utilizando, aunque los mismos médicos reconocen que no funcionan y que las chicas empeoran ante tanta represión.

Uno de los criterios para el diagnóstico clínico de la anorexia es peso corporal inferior en un 15% o más de lo considerado normal para las tablas biomédicas. Paradójicamente, esa es la característica de todos los prototipos de belleza promovidos por los medios y mucho más de las modelos que desfilan en pasarelas. Para comprobarlo, basta con mirar las fotos de las revistas, no solo las de moda.

Los peligros para las mujeres comienzan temprano

Diferentes organizaciones estiman que un 40% de niñas desde los 9 y 10 años está haciendo dieta y casi un 90% de mujeres adultas desea perder peso.

El crecimiento de los intereses económicos de la poderosa industria de la belleza es tan obvio, como lo es el aumento de las presionessocioculturales sobre el cuerpo femenino que logran, entre otros efec-tos, que crezcan los sentimientos de rechazo hacia el propio cuerpo desde muy niñas. En el año 2013 en Colombia, según informa el periódico El Nacional, “un nuevo certamen de belleza infantil sembró la polémica en el país por obligar a sus candidatas, de entre 6 y 10 años, a desfilar en bikini sobre una pasarela pública”.

Bautizado como “Miss Tanguita”, ni bien el concurso se estrenó provocó una oleada de críticas en redes sociales, por lo que la repercusión social llegó a oídos de distintas organizaciones cuya misión es la protección de derechos de la infancia. Sin la respuesta de la sociedad y la posibilidad amplificadora de las redes, ¿qué sucede con esos organismos que deberían hacer oír su voz? Es indiscutible que someter a las niñas a una sobreerotización de estas características es una sobrecarga para su aparato psíquico. No desfilan como nenas sino como pequeñas imitadoras de mujeres sensuales, maquilladas, arregladas para seducir según criterios patriarcales.

Esto constituye violencia, es estresante para quienes “compiten” para ganar un premio y, una vez más, es un negocio redituable para quienes organizan y proveen los insumos necesarios para el show.

Lejos en el mapa pero cerca en el patriarcado, el Senado francés aprobó una propuesta para prohibir los concursos de belleza para niñas menores de 16 años. Esto provocó una reacción en Estados Unidos, donde doscientas cincuenta mil niñas participan en cinco mil de estas competencias, que generan 5000 millones de dólares. “¿Los chicos, un negocio de adultos?”, preguntó en Facebook la cadena de televisión CNN, invitando a los espectadores a discutir la iniciativa.

Pierre Bourdieu (2000) plantea que no hay un orden natural en el orden de las cosas, “es una construcción mental, una visión del mundo con la que el hombre satisface su sed de dominio. Una visión que las propias mujeres, sus víctimas, han asumido, aceptando inconscientemente su inferioridad”.

Es cierto que son las madres, mujeres adultas, las que las llevan a este escenario de hipersexualización que el aparato psíquico de las ni-ñas no puede ni debería tener que enfrentar, pero, otra vez, el aparente consentimiento es en el fondo el síntoma que muestra la subordinación a ese dominio que no reconocemos como tal.

Mientras esto sucede, más profesionales alertan, porque cada vez se enfrentan a más casos de niñas deprimidas o angustiadas por su deseo de adaptarse a los cánones de belleza más sexualizados en Occidente: por no tener un busto voluminoso, o el rostro ideal lanzado desde medios de comunicación, producciones audiovisuales de ficción y campañas publicitarias.

Una verdadera prevención sería desenmascarar esa construcción mental de la que habla el filósofo, que lleva una promesa de felicidad efímera y objetivante, e instrumentar políticas públicas que contrarresten la mentira sostenida en estereotipos enfermizos que se han instalado y se inician especialmente entre las más jóvenes, pero, claro, eso implicaría la decisión política de enfrentar a los socios de los que hablamos: capitalismo y patriarcado; negocios y subordinación.

Las dietas, las modas y los cuerpos para armar

Para quienes atraviesan desequilibrios en su salud física, más o menos graves, la lucha por los kilos (bajarlos o subirlos) o las arrugas son anecdóticas y no entran en la agenda de las preocupaciones, porque su preocupación es mantenerse con vida. Sin embargo, las mujeres sanas están más insatisfechas con sus cuerpos o sus caras que aquellas que padecen alguna enfermedad que las obliga a mirarse con los ojos de la vida como prioridad.

¿Por qué una mujer sana se somete a dietas líquidas que producen caída del pelo, mareos, depresión o malhumor insoportable, o a estrategias hipocalóricas con medidas insuficientes que nada tienen que ver con el deseo, el placer e incluso con conceptos adecuados sobre nutrición? Y que además producen un mal aliento insoportable.

Las jóvenes crecen mirándose en un espejo que las transforma de curiosas exploradoras de emociones y expertas transgresoras de reglas impuestas por el mundo adulto, que es lo que deberían ser, a esclavas de un modelo normativo que pauta kilos y centímetros y que exige, primeramente, una actitud de rechazo al cuerpo que una es para luego desear convertirlo en el que nos dicen y creemos que debemos ser.