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Sin filtro • Sarah Frier

Instagram ha cambiado la tecnología y los negocios, la cultura y la comunicación y también nos ha cambiado a todos nosotros.

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Escrito en OPINIÓN el

InformaciónInstagram está tan ligado a nuestro día a día que su historia no puede disociarse del impacto que tiene sobre nuestras vidas. Desde su creación en el año 2010 de la mano de Kevin Systrom y Mike Krieger como una aplicación simple e intuitiva, lnstagram se ha convertido en una máquina de hacer famosos como nunca antes se había visto -ya sea en el patio de los colegios, en el mundo cultural o en el de la moda- en busca de un reconocimiento digital que obtiene gracias a likes, comentarios, seguidores y espectaculares acuerdos con distintas empresas.

Más de doscientos millones de usuarios de Instagram cuentan con más de cincuenta mil seguidores, el nivel necesario para vivir de publicar promocionando marcas. Y millones de personas y de marcas tienen más seguidores en Instagram que suscriptores tiene el The New York Times hasta tal punto que, anunciarse a través de estas personas que crean tendencias, cuentan historias o tienen seguidores, se ha convertido en un negocio multimillonario.

Sin filtro es el primer libro que desvela los secretos de Instagram a través del testimonio de quienes lo hicieron realidad.

¿Cómo crearon ese espacio donde compartimos versiones aspiracionales de nuestra vida, transformando nuestro sentido colectivo de la realidad?

¿Qué caminos se abren para asegurar su incesante crecimiento tras la adquisición por Facebook?

Además, a partir de distintos casos reveladores, el libro nos ofrece el análisis de las estrategias de éxito que los usuarios del software culturalmente más importante de nuestra generación han desarrollado para crear su imagen y potenciar su fama: desde los adolescentes hasta las figuras más icónicas de nuestros tiempos o las startups más innovadoras y las mayores compañías del mundo.

Fragmento del libro “Sin filtro. La historia secreta de Instagram” de Sarah Frier, cortesía de Penguin Random House.

Sin filtro | Sarah Frier

#AdelantosEditoriales

 

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Proyecto Codename

Kevin Systrom no tenía la intención de abandonar sus estudios, pero quería conocer a Mark Zuckerberg.

Systrom, que mide uno noventa y tiene el pelo castaño oscuro, ojos pequeños y cara rectangular, conoció al fundador de esta startup local a través de unos amigos de la Universidad de Stanford a prin­cipios de 2005, mientras bebían cerveza en vasos de plástico rojos en una fiesta en San Francisco. Zuckerberg se estaba convirtiendo en el niño prodigio de la tecnología por su trabajo en TheFacebook.com, una red social que había puesto en marcha con unos amigos el año anterior en la Universidad de Harvard y que luego amplió a los campus universitarios de todo el país. Los estudiantes usaban la web para escribir actualizaciones breves sobre lo que estaban hacien­do antes de publicarlas en su «muro» de Facebook. Era una página muy sencilla, con un fondo blanco y bordes azules, no como la red social Myspace, con sus diseños estridentes y sus fuentes personali­zables. Estaba creciendo tan deprisa que Zuckerberg decidió apar­car sus estudios universitarios.

En el Zao Noodle Bar, en University Avenue, a kilómetro y medio del campus de Stanford, Zuckerberg intentó convencer a Systrom para que tomara la misma decisión. Los dos acababan de cumplir la edad mínima para beber alcohol, pero Zuckerberg, que mide vein­ ticinco centímetros menos que Systrom, tiene el pelo rubio y rizado, la piel muy blanca y siempre vestía chanclas Adidas, vaqueros hol­gados y sudadera con capucha, parecía mucho más joven. Quería añadir fotos a la experiencia de Facebook, más allá de la imagen de perfil, y quería que Systrom desarrollara la herramienta.

A Systrom, que consideraba a Zuckerberg inteligentísimo, le gustó que lo reclutara. Él no se consideraba un programador bri­llante. En Stanford se sentía como una persona normal entre pro­digios de todo el mundo, y apenas consiguió un notable en su pri­mera y única asignatura de informática. Aun así, encajaba en la categoría general de lo que Zuckerberg buscaba. Le gustaba la fo­tografía y uno de sus proyectos secundarios era un sitio web llama­do Photobox, que permitía cargar archivos pesados de imágenes y luego compartirlos o imprimirlos, sobre todo después de las fiestas de su círculo estudiantil, Sigma Nu.

Photobox bastó para interesar a Zuckerberg, que a esas alturas no era precisamente selectivo. Reclutar colaboradores siempre es lo más difícil a la hora de levantar una startup, y TheFacebook.com estaba creciendo tan deprisa que necesitaba gente. Ese mismo año, se vio a Zuckerberg en la facultad de Informática de Stanford con un póster de su empresa, con el que esperaba atraer a programado­res de la misma manera que los clubes universitarios conseguían miembros. Había perfeccionado el discurso, y le explicó a Systrom que estaba ofreciendo una oportunidad única en la vida para estar en la zona cero de lo que sería algo bestial. Facebook a continuación se abriría a los estudiantes de instituto y, como objetivo final, al resto del mundo. La empresa conseguiría más dinero de inversores capitalistas y podría llegar a ser más importante que Yahoo!, Intel o Hewlett-Packard.

Y luego, cuando el restaurante pasó la tarjeta de crédito de Zuc­kerberg, se la rechazaron. Le echó la culpa al presidente de la em­presa, Sean Parker.

Unos días más tarde, Systrom salió a pasear por las colinas que rodean el campus con Fern Mandelbaum, la tutora asignada de su programa de emprendimiento, una graduada en Administración de Empresas en Stanford en 1978 y especialista en inversiones. A Man­delbaum le preocupaba que Systrom malgastara su potencial si lo abandonaba todo por la fantasía de otra persona. «No te metas en eso de Facebook», le dijo ella. «Es una moda pasajera. No va a llegar a ninguna parte.»

Systrom le dio la razón. De todas formas, no había ido a Silicon Valley para hacerse rico con una startup. Su objetivo era obtener una educación de primera y graduarse en la Universidad de Stanford. Le dio las gracias a Zuckerberg por su tiempo y luego planeó otra aventura: estudiar en el extranjero, en Florencia, Italia. Se manten­drían en contacto.

Florencia emocionó a Systrom como TheFacebook.com no logró hacerlo. No estaba seguro de querer trabajar en el sector de la tec­nología. Cuando había solicitado entrar en Stanford, creía que se graduaría en alguna ingeniería o en historia del arte. Se imaginó viajando por el mundo, restaurando antiguas catedrales o cuadros. Le encantaba la ciencia que había detrás del arte y la facilidad con la que una innovación —como el descubrimiento de la perspectiva lineal del arquitecto Filippo Brunelleschi— podía cambiar por com­pleto la manera de comunicarse de la gente. Los cuadros de la mayor parte de la historia del arte occidental eran planos y caricaturescos, y luego, a partir del siglo XV, la perspectiva les dio profundidad, añadiéndoles realismo y emoción.

A Systrom le gustaba pensar en cómo se hacían las cosas, deco­dificaba los sistemas y los detalles importantes para producir algo de calidad. En Florencia desarrolló una miniobsesión por las artes italianas y aprendió a hacer vino, a moldear y coser cuero para con­feccionar zapatos, y técnicas para preparar un capuchino estupendo.

Incluso durante su feliz infancia, Systrom atacaba sus pasatiem­pos buscando la perfección con ese mismo fervor académico. Nació en diciembre de 1983 y creció, junto a su hermana Kate, en una casa de dos plantas con un largo camino de entrada flanqueado de árbo­les en Holliston, Massachusetts, a una hora al oeste de Boston. Su madre, Diane, una mujer muy dinámica, era vicepresidenta de mar­keting en la cercana Monster.com, y después lo fue en Zipcar, e in­trodujo a sus hijos en el uso de internet cuando la conexión se ha­cía solo a través de la línea telefónica. Su padre, Doug, era directivo de recursos humanos en el conglomerado empresarial propietario de las tiendas de saldo Marshalls y HomeGoods. Systrom era un niño curioso y activo al que le encantaba ir a la biblioteca y jugar en el ordenador a un juego de rol futurista lleno de demonios, Doom II. Su introducción a la programación informática consistió en crear sus propios niveles en el juego.

Systrom iba de una pasión intensa a otra, en fases de las que todos los que lo rodeaban habían oído hablar, a veces de forma li­teral. Durante su fase de DJ en el internado de Middlesex, compró dos platos y sacó una antena por la ventana de su habitación para tener su propia emisora de radio, donde tocaba música electrónica, que era lo más en aquella época. De adolescente se colaba en los clubes para mayores de veintiún años con la intención de observar a sus ídolos en acción, aunque se regía demasiado por las reglas como para beber.

La gente o se enamoraba de Systrom a simple vista o lo tachaba de pretencioso con ínfulas y delirios de grandeza. Se le daba bien escuchar a los demás, pero también estaba dispuesto a enseñar a la gente la forma correcta de hacer las cosas, lo que provocaba, debido a las obsesiones tan variadas que tenía, ora fascinación, ora fastidio. Era la clase de persona que dice que no se le da bien algo en lo que es un hacha o que no es lo bastante bueno para hacer algo en lo que sí es muy bueno; rozaba esa fina línea que separa la afinidad de la falsa modestia. Por ejemplo, para encajar en Silicon Valley, solía hablar de sus aptitudes frikis en el instituto, de su amor por los vi­deojuegos y de los proyectos de programación, pero rara vez men­cionaba que también había sido el capitán del equipo de lacrosse o que era el encargado de publicitar las fiestas de su círculo en la universidad. Sus compañeros lo consideraban un innovador por usar videos virales con el fin de atraer a miles de asistentes. Su primera producción de este tipo la hizo en 2004; se llamaba Moonsplash y los miembros del círculo estudiantil salían con disfraces fuera de tono bailando al son de «Drop It Like It’s Hot» de Snoop Dogg. Systrom siempre hacía de DJ en las fiestas.

La fotografía era uno de sus intereses más antiguos. En un tra­bajo del instituto, escribió acerca de por qué le gustaba usar ese formato: «Para mostrar mi visión del mundo a los demás» y «Para inspirar a otros a mirar el mundo con otros ojos». Antes de su via­je a Florencia, el epicentro del Renacimiento del que tanto aprendió, ahorró para comprarse, después de mucho investigar, la cámara de mejor calidad que se pudo permitir y los mejores objetivos. Pensaba usarlos en su clase de fotografía.

Su profesor en Florencia, un hombre llamado Charlie, no pare­cía impresionado. «No has venido para crear perfección», le dijo. «Dame eso.»

Systrom pensó que el profesor iba a cambiar los ajustes de la cámara, pero lo que hizo fue llevársela a su despacho y regresar con una más pequeña, una Holga, que solo hacía fotografías borrosas en blanco y negro, de formato cuadrado. Era de plástico, como de juguete. Charlie le dijo a Systrom que no podría usar su cámara cara durante los siguientes tres meses, porque una herramienta de mejor calidad no crearía necesariamente mejor arte. «Tienes que aprender a amar la imperfección», le dijo.

Systrom se pasó el invierno de su primer año de universidad, 2005, haciendo fotos de aquí para allá en cafeterías, intentando apreciar una belleza borrosa y desenfocada. La idea de una foto cuadrada transformada en arte a través de la edición se le metió en la cabeza. Aunque más importante fue la lección de que el hecho de que algo sea técnicamente más complejo no implica que sea mejor.

Mientras tanto, ya estaba haciendo planes para el verano. Sys­trom debía hacer prácticas en una startup como parte del programa Stanford Mayfield Fellows en el que lo habían aceptado por los pelos. Como todos los estudiantes de Stanford, tenía un asiento en primera fila para ver la resurrección de la industria de internet. La primera generación de la red trataba de mover información y hacer negocios en línea, fomentando una burbuja especulativa alrededor de las puntocoms a finales de los años noventa que estalló en 2001. Esta nueva generación, que los inversores separaban de los fracasos con el término «Web 2.0», intentaba que los sitios web fueran más interactivos e interesantes a partir de la información que creaban sus usuarios, como las reseñas de restaurantes y los blogs.

La mayor parte de estas tecnologías nuevas se desarrollaban en Palo Alto, donde empresas como Zazzle o FilmLoop tenían la sede en el centro, lo más cerca posible de Stanford con vistas a la contra­tación, levantando el decaído sector inmobiliario. Ahí era donde eligieron ir sus compañeros del programa. Pero Palo Alto era un sitio muy aburrido para pasar el verano.

Systrom leyó en el New York Times que se había puesto de moda el contenido de audio en línea, y vio que mencionaban a una empre­sa llamada Odeo, que había hecho un hueco al mercado de los pód­cast en internet. Allí era donde quería ir, decidió. Envió un correo electrónico al director ejecutivo, Evan Williams, que ya llevaba un par de años trabajando en la startup, cuya sede se encontraba a unos cuarenta y cinco minutos en coche hacia el norte, en San Francisco. William ya era famoso en el mundillo tecnológico por haber vendido Blogger, una web de blogs, a Google. Systrom consiguió el puesto. Todos los días iba en tren a la ciudad, que era mucho más emocionante, con sus bares especializados en whisky y sus locales con música en directo.

Jack Dorsey, un ingeniero recién contratado en Odeo, pensaba que el chico en prácticas de veintidós años al que tenía que hacerle de niñera todo el verano le caería mal. Suponía que un exclusivo pro­grama de prácticas y un internado de élite de la Costa Este eran sitios estériles y encajonados, y que una persona que se había formado allí carecería de creatividad.

Dorsey, un chico de veintinueve años que había dejado los estu­dios en la Universidad de Nueva York y que tenía un tatuaje anar­ quista y un piercing en la nariz, se consideraba más bien un artista. A veces soñaba, por ejemplo, con convertirse en modisto. Era inge­niero, pero solo lo veía como un medio para conseguir un fin: crear con código algo de la nada. También tenía que pagar el alquiler. No era la clase de persona que sabe gestionar a alguien en prácticas.

Para sorpresa de Dorsey, Systrom y él se hicieron amigos ense­guida. Había pocos trabajadores en el loft de Brannan Street, la mayoría veganos, de modo que Systrom y él intimaron durante los paseos para comprarse el sándwich del almuerzo en un restaurante de la zona. Dio la casualidad de que ambos tenían unos gustos mu­sicales muy particulares y a los dos les gustaba el café de buena ca lidad, así como la fotografía. No había muchos ingenieros en Silicon Valley con los que Dorsey pudiera hablar de esas cosas, así que cuando Systrom le pidió ayuda con la programación informática, él, autodidacta, se sintió halagado.

Por supuesto, Systrom tenía sus manías. Una vez que se soltó con el lenguaje de programación JavaScript, era muy exigente en cuanto a perfeccionar la sintaxis y el estilo para que quedara bonito a la vista. Esto para Dorsey no tenía ningún sentido, y era casi un sacrilegio en la cultura hacker de Silicon Valley, que veneraba que se hicieran las cosas con rapidez. Daba igual si no sellabas las líneas de texto con el equivalente digital a la cinta americana siempre y cuando funcionase. A nadie le importaba que el código tuviera una estructura bonita, salvo a Systrom.

Este disertaba largo y tendido acerca de sus otros intereses inte­lectuales, que Dorsey jamás había tenido la oportunidad de desa­rrollar. De todas formas, Dorsey veía un poquito de él en ese chico en prácticas que parecía tener la cultura suficiente para formarse opiniones propias y que no intentaba ser un engranaje más de la maquinaria ni hacerse rico, como solía ser en aquellos que tenían una formación empresarial. Dorsey se preguntaba qué sería de Sys trom una vez que se relajara un poco. Aunque más adelante descu­brió que, después de sacarse el título, pensaba trabajar en Google. En marketing de productos. «Cómo no», pensó. Al fin y al cabo, sí era el típico tío de Stanford.

Durante su último año en Stanford, además de trabajar en Odeo y Google, Systrom se sacaba un dinero extra preparando cafés en el Caffé del Doge, en University Avenue, Palo Alto. Un día, Zucker­berg entró y se quedó pasmado al ver al estudiante al que había intentado reclutar trabajando en una cafetería. Incluso en aquel entonces el director seguía sin llevar bien el rechazo. Pidió su café, incómodo, y se fue.

TheFacebook.com, que ya se llamaba Facebook, acabó teniendo su servicio de fotos en octubre de 2005, sin la ayuda de Systrom. El invento que se añadió, dos meses más tarde, de etiquetar a amigos en las fotos demostró ser incluso más beneficioso para la empresa. La gente que ni siquiera usaba Facebook de repente recibía mensa­jes de correo electrónico en los que se les alertaba de que aparecían fotos suyas en la web y se sentía tentada de hacer clic para verlas. Se convirtió en una de las manipulaciones más importantes de Face­book para conseguir más usuarios de la red social, pese al puntito siniestro.

Systrom lamentó un poco esa oportunidad perdida. Más de 5 mi­llones de personas usaban Facebook a esas alturas, y se dio cuenta de que se había equivocado en su trayectoria. Intentó volver atrás y se puso en contacto con uno de los empleados de producto de Zuckerberg. Pero esa persona dejó de contestar sus mensajes de co­rreo electrónico, así que supuso que no les interesaba.

El equipo de Odeo iba a lanzar una nueva actualización de pro­ ducto, llamada Twttr, pronunciada «tuiter», con Dorsey como di­rector ejecutivo. Systrom seguía manteniéndose en contacto y usaba el sitio con frecuencia para apoyar a sus amigos y antiguos compa­ñeros, o para escribir acerca de lo que cocinaba, bebía o veía, aunque el sitio solo admitía texto. Uno de los chicos de Odeo le dijo que, con el tiempo, los famosos y las marcas de todo el mundo lo usarían para comunicarse. «Están locos», pensó Systrom. «Nadie va a usar esto.» No se imaginaba para qué podía servir. Fuera como fuese, no intentaron que volviera.

Poca gente tiene la oportunidad de entrar en una empresa icó­nica cuando está comenzando. Systrom había desperdiciado las dos oportunidades que se le habían presentado por hacer algo mucho menos arriesgado. Para él, después de licenciarse en Stanford en gestión de empresas e ingeniería, ir a Google era básicamente como hacer un posgrado. Tendría un sueldo base de 60.000 dólares, una minucia al lado de la millonada que le habría proporcionado Face­ book, pero sería como hacer un curso intensivo sobre la lógica de Silicon Valley.

Fundada en 1998, Google empezó a cotizar en bolsa en 2004, lo que atrajo a suficientes millonarios a Silicon Valley como para sa­carlo del bache de la burbuja de las puntocoms. Cuando Systrom se unió a la empresa en 2006, tenía casi 10.000 trabajadores. Google, mucho más funcional y consolidada que la diminuta Odeo, estaba dirigida en su mayoría por antiguos estudiantes de Stanford que tomaban decisiones basándose en los datos. Esa fue la filosofía que hizo que la líder en páginas de inicio Marissa Mayer, que más tarde se convertiría en directora ejecutiva de Yahoo!, probara 41 to­nalidades de azul para averiguar con qué color los enlaces de la empresa conseguirían el mayor número de clics. Una tonalidad azul un poco violácea ganó a otras algo más verdosas, y eso ayudó a aumentar los beneficios en 200 millones anuales. Ciertos cambios que parecían insignificantes podían suponer una diferencia enorme cuando se aplicaban a millones de personas.

La empresa de investigación hizo miles de pruebas como esta, conocidas como pruebas A/B, que mostraban experiencias diferen­tes con el producto según distintos segmentos de usuarios. En Goo­ gle se suponía que cada problema tenía una respuesta correcta, a la que se podía llegar a través del análisis cuantitativo. A Systrom los métodos de la empresa le recordaban a los niños prodigio de su clase de informática que intentaban hacer algo complicadísimo para impresionar a los demás. En esos casos era muy sencillo acabar re­solviendo el problema inapropiado. Si en Google estudiaran foto­grafía, por ejemplo, se habrían decantado por crear la mejor cáma­ra en vez de por hacer la foto más impactante. Su profesor Charlie se habría llevado las manos a la cabeza.

Era más emocionante, en opinión de Systrom, cuando los traba­jadores de Google se apartaban de los métodos establecidos y usaban la intuición. Trabajó redactando contenido de marketing para Gmail, donde el departamento intentaba averiguar cómo hacer que la ex­periencia del usuario fuera más rápida. La solución fue creativa: en cuanto una persona entrara en Gmail.com y empezara a escribir su nombre de usuario, Google comenzaría a descargar los datos en su bandeja de entrada mientras la persona en cuestión introducía la contraseña. Una vez que hubiera iniciado sesión, ya tendría mensa­jes listos para leer, lo que mejoraba la experiencia sin necesidad de una conexión a internet más rápida.

A Google no le interesaba que Systrom creara productos, ya que no tenía un grado en informática. Se aburría tanto escribiendo contenidos de marketing que acabó enseñándole a un compañero más joven cómo hacer un buen café con las cafeteras de la empresa. Al final, se trasladó al equipo de fusiones y adquisiciones de Goo­gle, donde vio cómo el gigante tecnológico cortejaba y compraba empresas más pequeñas. Preparaba presentaciones en PowerPoint para analizar objetivos y oportunidades de mercado. Solo hubo un problemilla: en 2008, la economía de Estados Unidos entró en crisis por culpa de las hipotecas impagadas. Google interrumpió las adquisiciones.

—¿Qué debería hacer? —le preguntó Systrom a uno de sus compañeros.

—Deberías empezar a jugar al golf —respondió el colega. «Soy demasiado joven para jugar al golf», se dijo Systrom. Había llegado el momento de pasar página.

Con veinticinco años, Systrom era consciente de la evidente orien­tación de Facebook hacia el crecimiento, de lo inacabado que esta­ ba Twitter y lo organizado y académico que era Google. Había co­nocido a sus líderes y había comprendido qué los motivaba, lo que les quitaba todo el misterio. Desde fuera, parecía que Silicon Valley lo dirigían unos genios. Desde dentro, quedaba claro que todos eran vulnerables, como él mismo, y que improvisaban sobre la marcha. Systrom no era un friki, ni un hacker ni un analista cuantitativo. Pero tal vez no estuviera menos cualificado para ser emprendedor.

Como seguía siendo muy reticente a asumir riesgos y a empezar algo sin el respaldo de un sueldo, aceptó un trabajo como director de producto en una pequeña startup llamada Nextstop que creó un sitio web en el que la gente podía compartir sus consejos sobre viajes. Mientras tanto, las noches y los fines de semana que pasaba en las cafeterías intentaba desarrollar una nueva habilidad: hacer aplicaciones móviles.

Las cafeterías de San Francisco en 2009 estaban llenas de per­sonas como Systrom, que jugueteaban en su tiempo libre, conven­cidos de que los móviles serían la siguiente gallina de los huevos de oro del mundo tecnológico, una oportunidad mucho mayor que Web 2.0. Después de que Apple presentara el iPhone en 2007, los smartphones empezaron a cambiar la forma en la que la gente se conectaba a internet. La red ya no solo se usaba para tareas concre­tas, como comprobar el buzón de correo electrónico o buscar en Google: era algo que podía formar parte de la vida cotidiana, ya que la gente lo llevaba en el bolsillo.

Los desarrolladores podían ofrecer una cantidad ingente de pro­gramas nuevos que acompañaban a la gente allá adonde fuera. Las grandes webs de servicios como Facebook y Pandora fueron de las aplicaciones más populares en 2009, pero también fue el caso de herramientas puramente efectistas, como Bikini Blast, que ofre­ cía imágenes subidas de tono como fondo de pantalla, e iFart, una aplicación que reproducía diversos ruidos de ventosidades en fun­ción del botón que se pulsara. La carrera de las aplicaciones estaba abierta a todo el mundo, y la encabezaban, en su mayoría, hombres de veintipocos años que, desde San Francisco, lanzaban ideas al público para ver qué triunfaba.

Systrom creyó que podía suplir sus carencias técnicas —no sabía hacer aplicaciones, solo sitios web para móviles— con sus conoci­mientos multidisciplinares, que esperaba que lo ayudaran a idear cosas más divertidas e interesantes para las personas normales. Es­taba aprendiendo a crear aplicaciones con la práctica, de la misma manera que había aprendido a tocar discos, a dibujar una hoja en la espuma de un café con leche o a ser mejor fotógrafo. Hizo unas cuantas herramientas dispares, como un servicio llamado Dishd para que la gente calificara los platos, no los restaurantes. Un amigo de Stanford, Gregor Hochmuth, le ayudó creando una herramienta con la que analizar la carta de los restaurantes, de modo que un usuario pudiera buscar un ingrediente, por ejemplo «atún», y encontrar todos los restaurantes donde lo servían.

Ese mismo año, Systrom creó algo llamado Burbn, por el whis­ky de Kentucky que tanto le gustaba. El sitio web móvil era perfec­to para la vida urbanita de Systrom. La gente podía decir dónde estaba o dónde pensaba ir y sus amigos podían presentarse en el mismo sitio. Cuantas más veces saliera un usuario, más premios virtuales conseguía. El esquema cromático del fondo estaba com­puesto por una mezcla fea de marrón y rojo, como una botella de bourbon con lacre rojo. Para añadir una foto a la publicación tenías que mandarla con un mensaje de correo electrónico. No había otra manera de hacerlo. De todas formas, la idea fue lo bastante buena para competir en la carrera de aplicaciones de Silicon Valley.

En enero de 2010, decidido a hacerse un hueco y a justificar su salida de Nextstop, Systrom fue a una fiesta para una startup llama­da Hunch en Madrone Art Bart, en el barrio de Panhandle de San Francisco. Estaría lleno de inversores de riesgo, sobre todo gracias a los directivos de la ya exitosa Hunch: Caterina Fake, cofundadora de Flickr, un sitio web para almacenar y compartir fotos que se había vendido a Yahoo! por 35 millones de dólares en 2005, y Chris Dixon, que había vendido una empresa de seguridad que cofundó en 2006.

Durante los cócteles, Systrom conoció a dos importantes vice­presidentes con la cartera abultada: Marc Andreessen, cofundador de Netscape, que dirigía Andreessen Horowitz, una de las empre­sas de inversión de riesgo más potentes de Silicon Valley, y Steve Anderson, que dirigía una empresa de inversión nueva mucho más discreta llamada Baseline Ventures.

A Anderson le gustó la idea de que Systrom, con su paso por Stanford y Google y su aplomo, no tuviera aún inversores para su idea. También le gustó ser el primero en darse cuenta de algo. Le pidió prestado el móvil a Systrom y se mandó un correo electrónico: «Hacer seguimiento».

A partir de ese momento se reunieron cada dos semanas en Grove, en Chestnut Street, donde hablaban del potencial de Burbn delante de un capuchino. El programa de Systrom solo tenía unas decenas de usuarios, amigos y amigos de sus amigos. Dijo que ne­cesitaba unos 50.000 dólares para empezar a convertirla en una em­presa de verdad. A Anderson le interesaba la oportunidad, pero puso una objeción.

«El mayor riesgo es tu condición de fundador único», le dijo Anderson. «No suelo invertir cuando hay un solo fundador.» Le explicó que, sin nadie más en lo más alto, cuando se equivocara nadie se lo diría, y no sacaría el máximo provecho a sus ideas para mejorarlas.

Systrom le dijo que estaba de acuerdo y que reservaría un 10 por ciento de las acciones en el contrato para un cofundador futuro. Y así fue como vio la luz la empresa que acabaría siendo Instagram­.

Hochmuth, el colega de Systrom con el que tanteaba aplicaciones, era la persona con la que más lógica tenía crear una empresa. Sin embargo, él era feliz en Google. «¿Por qué no hablas con Mickey?», le sugirió Hochmuth.

Mike Krieger era otro estudiante de Stanford, dos años más jo­ven, a quien Systrom conocía del programa Mayfield desde hacía unos años, desde un encuentro de Mayfield para establecer contac­tos profesionales, donde Krieger leyó la chapa de Odeo que llevaba Systrom y estuvo haciéndole preguntas sobre la empresa. Después de aquello, Krieger desapareció un tiempo para hacer un máster en «sistemas simbólicos», el famoso programa de Stanford para com­prender la psicología de cómo los humanos interaccionan con los ordenadores. Escribió su trabajo de fin de máster acerca de la Wiki­ pedia, que había conseguido contar con una comunidad de volun­tarios que actualizaban y editaban su enciclopedia en línea. En 2010 estaba trabajando en Meebo, un servicio de mensajería instantánea.

A Systrom le caía muy bien Krieger. Era un ingeniero con mucha más experiencia que él, además de ser agradable, sensato y tener siempre una sonrisa a punto. Krieger tenía el pelo castaño, largo y lacio, la cara ovalada y siempre bien afeitada, y gafas rectangulares. Systrom y Krieger acostumbraban a quedar de vez en cuando los fines de semana en una cafetería de San Francisco llamada Coffee Bar, donde intercambiaban ideas sobre sus proyectos y también consejos. Krieger fue uno de los primeros en probar Burbn, y le gustó porque incluía contenidos visuales, no solo actualizaciones de estado.

Krieger, al igual que Systrom, no tenía ni idea de que acabaría en el mundo de las startups. Creció en Brasil, con alguna que otra tem­porada en Portugal y en Argentina, dado que su padre trabajaba para la destilería Seagram. También le gustaba la música y sabía tocar una guitarra de doce cuerdas. Había tonteado con el diseño web en el instituto, pero nunca había conocido a un emprendedor en tecnología. Después de llegar a Estados Unidos en 2004 para estudiar en Stanford, no tardó en darse cuenta de que podría encajar en la industria.

El plan de Krieger era empezar en Meebo, una empresa media­na, luego pasar a una más pequeña que conllevara más desafíos y con el tiempo, cuando tuviera los conocimientos necesarios, crear su propia empresa. Mientras tanto tonteaba con el desarrollo de aplicaciones para iPhone en las cafeterías. La primera que creó, con la ayuda de un amigo diseñador con mucho talento, se llamaba Cri­ me Desk SF. Superponía los datos de crímenes de San Francisco, extraídos de informes públicos, con una herramienta para la cáma­ra con la que ver el mundo real y lo que había sucedido en los alre­dedores. Invirtieron mucho tiempo en hacer que fuera bonita. Por desgracia, nadie quería usarla.

Krieger le dijo a Systrom que estaba dispuesto a ayudar si nece­sitaba que le echaran una mano con Burbn. Después de la inversión de Anderson, Systrom le contó que su intención era convertirlo en una empresa real, con responsabilidades económicas reales, y le preguntó si quería ser uno de los cofundadores oficiales.

«Me interesa», contestó Krieger. Le pareció algo evidente: tra­bajaría en San Francisco en vez de tener que desplazarse todos los días a Meebo, en Silicon Valley; ayudaría a mejorar el novedoso ámbito de las aplicaciones móviles, y lo haría con un tío que le caía bien.

Krieger solía tener pálpitos cuando tomaba decisiones impor­ tantes, pero siempre intentaba buscar la mejor estrategia para que los demás lo apoyaran. En este caso, sabía que sus padres, que esta­ban en São Paulo, se preocuparían si tomaba una decisión tan im­pulsiva con respecto a su futuro laboral, más teniendo un permiso de residencia para inmigrantes. De modo que les presentó la idea poco a poco.

«Por cierto, estoy pensando que a lo mejor sería interesante unirme a una startup», les dijo en portugués un día, planteándolo de forma que pareciera algo que haría en el futuro, cuando se le presentara la oportunidad perfecta.

Unos días más tarde, los llamó de nuevo.

«¡He conocido a un tío muy interesante!» Les explicó quién era Systrom y en qué estaba trabajando.

A finales de esa semana los llamó para decirles que, después de haber estado investigando mucho, había decidido ser cofundador de la empresa de Systrom, Burbn. Sus padres, que pensaban que su hijo se había tomado su tiempo para llegar a esa decisión, lo apoyaron.

Lo siguiente que tenían que hacer era convencer al gobierno de Estados Unidos. En enero de 2010, Krieger contrató a un abogado especializado en inmigración, sobre todo en visados para brasileños (aunque la mayoría de sus clientes previos eran peluqueros). Pidió que su visado de trabajo pasara a depender de Burbn. Los funcio­narios que revisaron su caso vieron que Burbn generaba ingresos, pero tenían dudas… ¿Había un plan de negocio?

Por supuesto que no. Su financiación les permitiría hacer lo mismo que Facebook: intentar que su producto se convirtiera en parte de la vida diaria de sus usuarios antes de intentar sacarles di­nero. Sin embargo, Systrom y Krieger no podían decir eso. Dijeron a los funcionarios que planeaban, llegado el momento, ganar dinero con una especie de sistema de cupones para bares, restaurantes y tiendas en los que la gente les decía a sus amigos que estaban allí. Explicaron que entre sus competidores se encontraban Foursquare y Gowalla. También les proporcionaron una gráfica que predecía que al cabo de tres años tendrían un millón de usuarios. Se rieron por lo improbable del caso.

Mientras esperaban a saber si era legal que trabajaran juntos en Burbn, Krieger y Systrom pusieron a prueba su colaboración, sin más. Por la noche, en fin de semana, quedaban en Farley’s, una cafetería de Potrero Hill en la que se exhibía el trabajo de artistas de la zona. Programaron jueguecitos que nunca verían la luz, inclui­do uno basado en el dilema del prisionero, una teoría política que explica por qué las personas racionales podrían no cooperar en si­tuaciones en las que deberían hacerlo.

Fue divertido, pero no era Burbn. Pasaron meses y Krieger com­prendió que Systrom se estaba gastando su dinero, retrasando el desarrollo, sin saber cuándo acabaría la espera. Krieger se pasaba horas leyendo la ley de inmigración y obsesionado con las historias terroríficas que publicaban en los foros de internet.

—Kev, a lo mejor deberías buscarte otro cofundador —le sugirió. —No, quiero trabajar contigo —respondió Systrom—. Ya nos

las arreglaremos.

Systrom había visto suficientes relaciones tóxicas entre cofun­dadores de startups como para saber lo raro que era encontrar a alguien en quien pudiera confiar. Los fundadores de Twitter, por ejemplo, siempre estaban intentando quitarle poder al otro. De he­cho, Dorsey ya no era director ejecutivo de la empresa. Los traba­jadores se quejaron de que había asumido el mérito de todas las ideas y del éxito de Twitter mientras evitaba hacer su trabajo. Dorsey se tomaba descansos para ir a clases de yoga bikram o de costura. «Puedes ser modisto o el director ejecutivo de Twitter», le dijo Ev Williams, según el libro de Nick Bilton La verdadera historia de Twitter, «pero no puedes ser ambas cosas a la vez». En 2008, Williams trabajó con la junta de Twitter para hacerse con el control y echar a Dorsey.