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El Chapo Guzmán: el juicio del siglo • Alejandra Ibarra

Todo lo que no sabías del narcotraficante más buscado del mundo contado por los criminales que lo traicionaron.

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Escrito en OPINIÓN el

El Chapo Guzmán: el juicio del siglo es un valioso documento periodístico que señala aspectos vitales para comprender la violencia, impunidad y corrupción de nuestros políticos, así como el turbulento y manipulador ejercicio de la justicia norteamericana.

Alejandra Ibarra Chaoul fue de las pocas periodistas en el mundo que cubrió todo el juicio de El Chapo Guzmán -el llamado Juicio del siglo, por sus implicaciones políticas y sociales- en la corte federal de Nueva York, en Brooklyn, de noviembre de 2018 a febrero de 2019.

A través de la crónica y la exposición implacable de crímenes, estrategias delictivas y múltiples revelaciones, Ibarra Chaoul ofrece en este libro la personalidad y las confesiones de los criminales que traicionaron al Chapo. El juicio, alucinante, por momentos escalofriante y mediático, revela -según los testigos- que los gobiernos de los presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto recibieron millones de dólares a cambio de la libertad para mantener las operaciones del cártel del Chapo y sus cómplices más cercanos.

Imposible terminar el libro sin cuestionarnos: el juez Cogan y la fiscalía coinciden con el jurado en la culpabilidad del capo sinaloense y la corrupción del gobierno mexicano, pero, ¿existen en el gobierno y entre los ciudadanos norteamericanos, cómplices en la compra y la distribución de la droga? ¿Realmente las autoridades de Estados Unidos tienen un compromiso sólido con el combate al tráfico de drogas en su país? La respuesta: silencio absoluto.

La Silla Rota te regala un capítulo del libro El Chapo Guzmán: el juicio del siglo de Alejandra Ibarra con autorización editorial de Penguin Random House.

Alejandra Ibarra Chaoul ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Ha publicado sus artículos en Nexos, Horizontal, Worcester Magazine, The Haitian Times y en el libro de periodismo narrativo No basta con encender una vela (2015). Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. 

El Chapo Guzmán: el juicio del siglo | Alejandra Ibarra Chaoul

#AdelantosEditoriales

 

El juicio del siglo

Alejandra Ibarra Chaoul

Las memorias del rey

Para entender quién era El Chapo, primero teníamos que aprender qué era el Cártel de Sinaloa. Las primeras dos semanas del juicio sirvieron para sentar las bases de las operaciones del cártel, la historia del ascenso de Guzmán Loera en la organización criminal y una visión panorámica del narcotráfico en México desde finales de los ochenta del siglo xx a 2008, todo narrado por el testimonio de Jesús Reynaldo Zambada García, el hermano menor del Mayo. La evidencia de la vida criminal del Rey y todo lo que él le contó al gobierno de los Estados Unidos sobre los 21 años de operaciones del cártel, estaba compilada en una enorme carpeta de pastas negras. El abogado de la defensa, William Purpura llamaría a esa carpeta rebosante —en tono de burla— “el librito negro de la fiscalía”. Ese libro negro fue la guía para navegar el juicio completo; era el indicio para entender cómo intentarían probar que Guzmán Loera era culpable de los 10 delitos que le imputaban.

Despertar a las 4:00 de la mañana. Llegar a la corte pasadas las cinco. Anotar mi hora de llegada en la lista de la hojita amarilla. Esperar en la calle a que dieran las 7:00. Entrar, esperar otra hora y media junto a los botes de basura. Todo esto se había convertido en una rutina. Fue Adam quien nos avisó que los alguaciles también llevarían una lista para respetar nuestro lugar adentro de la sala. “¿Hay alguien nuevo el día de hoy?” Preguntó. Un abogado que quería aprender del equipo de la defensa levantó la mano. El vikingo californiano se le acercó, le explicó la dinámica y nos guiñó un ojo antes de regresar a su puesto de vigilancia. A partir del segundo día pudimos entrar y salir de la sala 8D después de anotarnos en la segunda lista, la de los alguaciles.

Había una cafetería, el Bayway Café, en el tercer piso, donde vendían un café que —bien describía Víctor— era peor que el petróleo. Pero no había de otra, nos lo tomábamos. Un plátano o un pan frío y una tacita de petróleo se convirtieron en mi desayuno. En la caja de la cafetería cobraban dos empleadas. Cuando platicaba con ellas, me gustaba pensar que eran una postal del cambio demográfico en Estados Unidos. La mayor de ellas era blanca y monolingüe. La más joven, de tez morena, era latina y bilingüe. Ambas, mujeres. Junto a la caja había un barandal cubierto con guirnaldas de hojas otoñales porque se acercaba el Día de Acción de Gracias.

“Perdón por el retraso para empezar”, dijo el juez Cogan a los miembros del jurado, después de abordar una moción de la fiscalía donde pedía se desestimaran todos los alegatos iniciales de Jeffrey Lichtman. “Un juicio no es como un show de Broadway”, agregó el juez. Algunos miembros del jurado sonrieron.

El primer testigo en tomar el estrado fue el agente de aduanas jubilado, Carlos Salazar; habló sobre un túnel que El Chapo utilizaba para cruzar droga por la frontera que su equipo descubrió el 11 de mayo de 1990, entre Arizona y Sonora. Salazar era un hombre mayor, menudo, enjuto, de ojos pequeños, calvo y con barba de candado. Empezó a trabajar como agente de aduanas en 1987 y permaneció en su agencia, que se convirtió en la de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) tras la reforma del expresidente George W. Bush, en 2003, después del ataque a las torres gemelas.

Ese cambio institucional fue muy significativo, pues ICE fue creada para encontrar terroristas infiltrados en el país, para prevenir otro ataque como el del 11 de septiembre de 2001. Antes de crearse ICE, la agencia de naturalización y migración (INS, por sus siglas en inglés), la antecedía y estaba bajo el Departamento de Justicia, no bajo el Departamento de Seguridad Interior. El enfoque de INS había sido procesar visas y permisos de trabajo, y regular situaciones migratorias. Tenía una misión administrativa. No era una agencia del orden como llegó a ser ICE. Cuando Salazar encontró ese túnel en 1990, el mundo era muy diferente.

El agente y su equipo dieron con el túnel a través de la bodega, en Arizona, donde también encontraron 926 paquetes (o kilos) de cocaína con palabras clave como “SOSP”, “Yamaha”, “MR” escritas sobre las envolturas de plástico. Ese día de mayo de 1990, los agentes taladraron el piso hasta encontrar la entrada que los llevó al otro extremo del túnel, a una casa en Agua Prieta, Sonora. Ahí realizaron una redada pero no encontraron a nadie. Al parecer llegaron minutos tarde, según el agente, porque cuando entraron todavía había comida caliente sobre la mesa. Para ilustrar el mecanismo del túnel, que no era una excavación cualquiera, la fiscalía proyectó un video donde aparecían agentes estadounidenses demostrando su hallazgo hacía casi 30 años.

Al túnel, explicó Salazar señalando las pantallas de la sala, se entraba por medio de una compuerta secreta en el piso de la casa en Sonora; justo debajo de una mesa de billar, se levantaba con un mecanismo de pistones hidráulicos activable con un aspersor de riego en el jardín. Para Salazar, descubrir ese túnel fue probablemente uno de los momentos más significativos de su carrera. El Chapo veía la que presuntamente era su obra con los brazos cruzados, sin ninguna expresión. Ese túnel fue quizá de los primeros que el narco ordenó construir, y por lo que después se ganó el mote de El Rápido, ya que permitía llevar cocaína por la frontera a velocidades sin precedentes. La fiscalía presumía su evidencia, el primer video de muchos que eran parte de una investigación de décadas. Yo no dejaba de pensar cómo un túnel —un camino subterráneo que conectaba punto A con punto B—, por sofisticado que fuera, podía simbolizar tanto para numerosas personas tan diferentes.

Después empezó el contrainterrogatorio de William Purpura. Rápidamente dejó claro que había algunos problemas con las fechas entre el descubrimiento del túnel y los reportes realizados por la agencia gubernamental. A Purpura también le pareció poco creíble que el agente no se hubiera dado cuenta de que un túnel de esas magnitudes se había construido a escasas cuadras de su oficina durante más de 10 meses. Poco a poco, los abogados de Guzmán Loera iban plantando las semillas de la duda.

La mayoría de los reporteros en la sala estábamos impacientes. Queríamos ver un narco. Pero la fiscalía no iba a darnos el gusto tan rápido. El segundo testigo fue el químico forense Robert C. Arnold, que trabajó en el Buró de Narcóticos y Drogas Peligrosas de 1990 a 1997. Su trabajo consistía en analizar la evidencia de sustancias controladas, comida, pesticidas, drogas. Había testificado al menos 100 veces en cortes de Estados Unidos. Era un hombre anciano con lentes de pasta tan grandes como sus orejas, arrugado, con pelo blanco quebrado; vestía un traje con un pañuelo en la solapa y traía consigo una larga lista de títulos académicos. Arnold era un señor francamente aburrido. Durante su testimonio muchos periodistas salieron de la sala.

Ese químico forense había recibido los 926 paquetes de cocaína que Salazar encontró en Arizona. El 18 de julio de 1990, recordó, realizó la prueba de color a esos kilos de polvo blanco y los vio teñirse de azul. Eso le confirmó que la sustancia que parecía harina blanca era 95% cocaína, el resto: humedad. Según Arnold, esa cocaína era de muy buena calidad. En su contrainterrogatorio, Purpura nos hizo ver que el científico con su larga lista de títulos académicos y certificaciones en decenas de cortes se equivocaba en cálculos matemáticos. “¿Nos puede repetir cuántas libras son 926 kilos?” Le pidió el abogado al testigo por segunda vez. Aproximadamente 420, insistió Arnold, errando mientras explicaba que para convertir kilos en libras había que dividir (y no multiplicar) entre 2.2. Fue, francamente, vergonzoso.

Había tres descansos al día: el de media mañana, de 15 minutos; el del almuerzo, de una hora, y el de media tarde, de otros 15 minutos. En la cafetería comían algunos reporteros, Eduardo Balarezo con su equipo de abogados, Mariel Colon Miro con Emma Coronel, y el equipo K-9 antibombas. El nombre del equipo no era oficial, pero en Estados Unidos, desde la Primera Guerra Mundial, así se le conocía a los operativos que usaban perros para detectar bombas. En inglés “K 9”, suena como “canine”, canino.

Cuando reinició el juicio, por la puerta de madera en el fondo de la sala por donde entraba y salía el jurado, entró un hombre grande vestido con el uniforme de prisionero: camiseta y pantalón azul marino. En la sala reinó el silencio. Usaba lentes con los cristales oscurecidos de pasta negra, tenía poco pelo y el que le quedaba lo tenía cortado a rape. La barba la llevaba de candado. Se sentó junto a él una intérprete y esperó a que el juez iniciara la sesión. Era El Rey: Jesús Reynaldo Zambada García, el benjamín de la familia Zambada García.

En esos primeros días del juicio contra Guzmán Loera, El Rey abarcó toda la sala con su presencia y, con su carisma, se ganó toda nuestra atención. El interrogatorio lo llevó Gina Parlovecchio. La f iscal, graduada en la Escuela de Derecho de la Universidad de Cornell, era rubia y vestía un traje sastre de falda y saco. Tenía una voz monótona y una manera extremadamente minuciosa de realizar las preguntas. Frente a ella, el libro negro le señalaba qué temas abordar, y con una pluma, palomeaba lo abarcado. No iba a dejar que se le escapara un solo envío, una sola fecha, un solo cómplice, un gramo de droga traf icado. En su testimonio dirigido puntualmente por Parlovecchio, El Rey explicó la estructura del cártel, las diferentes rutas de envío de cocaína con sus respectivas ganancias, las guerras que libró el Cártel de Sinaloa, los sobornos enviados a funcionarios públicos, los asesinatos ordenados por Guzmán Loera, la fuga de Puente Grande y el sistema de comunicaciones que utilizaba El Chapo. En cada uno de esos puntos, ahondarían los f iscales en los siguientes meses, arrancándole a cada testigo colaborador confesiones para corroborar un tema diferente.

La estructura del Cártel de Sinaloa

Era surreal escuchar al Rey hablar sobre el cártel. Tenía una manera tan prosaica de describir sus actividades criminales que, si alguien hubiera entrado repentinamente, podría pensar que se hablaba de una compañía comercializadora de jugos o harina, no de una empresa delincuencial. Dijo, por ejemplo, que el Cártel de Sinaloa era un grupo de personas cuyo fin era llevar a cabo actividades criminales dirigidas por líderes para controlar el mercado y los precios del producto hasta su venta en Estados Unidos. El producto: mariguana, cocaína, metanfetaminas o heroína. Parlovecchio palomeaba en su libro negro.

Fue tan exhaustivo el testimonio del Rey, que explicó incluso que la cocaína venía de Colombia, de un árbol que tenía una hoja que se molía para formar un tipo de harina que se mezclaba con productos químicos, quedando convertida en cocaína. La heroína, por otro lado, era cultivada y procesada en México. Venía de una planta llamada amapola que daba, en sus palabras, una flor muy hermosa con una pelotita al centro. Cuando la pelotita llegaba a su clímax, decía El Rey mientras hacía una forma redonda con sus manos como si una de esas pelotitas estuviera entre ellas, se rayaba y salía la goma del opio. La mariguana era cultivada también en México, mientras que las metanfetaminas se fabricaban con un precursor, la efedrina la importaban de países asiáticos.

A finales de los ochenta El Chapo invertía con otros narcos en la importación de cocaína. Compartían el transporte, se dividían los sobornos y el personal para mover esa droga hasta el otro lado de la frontera norte de México. Trabajaba con Ismael, El Mayo Zambada, Juan José Esparragoza, El Azul, Amado Carrillo Fuentes, El Señor de los Cielos, Ignacio, Nacho Coronel y Arturo Beltrán Leyva. En 1992, el gobierno denominó a la organización a la que pertenecía El Chapo como La Federación. Incluso Parlovecchio utilizó un tablero negro con tiras de velcro para pegar las fotos de los narcotraficantes mencionados en el interrogatorio, según la jerarquía que le indicaba el testigo. “¿Dónde iría el acusado?”, le preguntó a Zambada. Cuando él respondió que junto al Azul, la fiscal pegó una foto del Chapo en su pizarra negra. A su derecha, Guzmán Loera la veía mientras colocaba su cara en el collage. En el orden de los líderes del tablero con fotos, se veía algo así:

La estructura del cártel incluía líderes principales que manejaban a los sublíderes, quienes se encargaban de controlar las plazas del territorio mexicano. Mientras El Rey detallaba esta estructura digna de una empresa trasnacional, en la pantalla de la corte se proyectaba un organigrama. Era tan vasta la red de lugartenientes en los noventas, que si un cargamento tenía que llegar a Guerrero, había un sublíder ahí, ¿Chiapas? Otro. ¿Jalisco? Otro. ¿Sonora? ¿Sinaloa? Otro líder, presumía El Rey. No importaba de dónde llegara la cocaína colombiana, el cártel tenía la infraestructura para recibirla y llevarla a Estados Unidos. En total, controlaban Baja California Sur, Sonora, Nayarit, Jalisco, Guerrero, Chiapas, Tabasco, Quintana Roo y Chihuahua. Así lo explicaba el hermano menor del Mayo, mientras circulaba con detalle los estados en el mapa de México que estaba en la pantalla táctil frente a él. Seguramente era la primera vez que los miembros del jurado estudiaban con tanto detenimiento un mapa de México.

Los sublíderes que controlaban las plazas eran Nacho Coronel, en el caso de Guadalajara, Benny Contreras en el caso de Quintana Roo y Chiapas, Arturo y Héctor Beltrán Leyva en Guerrero y Morelos, El Nene Jaramillo en Baja California y Gonzalo Inzunza, Macho Prieto, en Sonora, Germán en Chihuahua, Arturo Beltrán Leyva y El Chapo en Chihuahua y él mismo en la Ciudad de México.

Parte crucial de esa operación eran los funcionarios públicos que recibían una paga de los narcos. Llevar esa relación con el gobierno era labor de los sublíderes, al igual que coordinar sicarios, transportistas, pilotos, ingenieros, choferes y guardias de seguridad. El Rey, por ejemplo, recibía cocaína colombiana en Cancún, en lanchas rápidas de las que descargaba la droga una cadena humana a 60 metros de la playa. Recibía de 5 a 7 lanchas juntas, cada una con 3 toneladas de cocaína, cada 3 o 4 semanas.

Para el 2001, El Chapo —después de su fuga de Puente Grande— estableció una sociedad 50/50 con el Mayo Zambada. Poco a poco se irían quedando como los jefes principales. Se decía que El Azul murió de un infarto en 2014; Amado Carrillo Fuentes murió en una cirugía plástica en 1997 y a Nacho Coronel lo asesinaron en un enfrentamiento en 2010.

En las anécdotas del Rey oímos hablar por primera vez sobre la pista clandestina en la sierra del triángulo dorado donde El Chapo recibiría a muchos de sus socios con un grupo de escoltas y, en algunas ocasiones, vestido con atuendo militar para llevarlos a diferentes casas, una de ellas en Las Coloradas, Durango. El Rey también habló de la pistola que El Chapo siempre llevaba consigo: una Súper .38 con cachas de diamantes que tenía sus iniciales. La foto de la pistola se proyectaba en las pantallas de la corte mientras El Rey la describía.

Las rutas de envío

Una de las responsabilidades del Rey era administrar las bodegas en la Ciudad de México donde se almacenaba la droga que llegaba de diferentes puertos, se marcaba con la información del proveedor para distribuirla y pagar, y se mandaba a diferentes puntos en la frontera para cruzarla a Estados Unidos. Entre 80 y 100 toneladas de cocaína pasaban por sus bodegas al año generando millones de dólares. El principal proveedor del cártel en los noventas era Chupeta, un narcotraficante colombiano que trabajaba para el Cártel del Norte del Valle.

En Cancún, Eduardo, El Flaco Quirarte, que trabajaba para Amado Carrillo Fuentes, recibía la droga colombiana y enviaba vía terrestre al Rey a las bodegas de la capital, donde se empacaba en una especie de hule que le llamaban condón. “Se introduce el bloque de cocaína al hule, se amarra y se le pone otro. Se encinta. Otro hule, lo encintas. Lo encintas hasta que tengas seguridad de que no se va a mojar el producto si le cae agua”, decía El Rey como quien habla de preparar una receta de cocina. Después le ponían una marca a cada tabique. Marcas como las que había encontrado Carlos Salazar, el agente de aduanas, en los tabiques de cocaína incautados en Arizona. Las principales que recordó El Rey eran Zafiro, Randor, Alacrán, Pacman, Coca Cola, R, B y Corona.

Cuando la droga salía de la Ciudad de México, se mandaba a Estados Unidos en pipas de gas, a las que les hacían un doble fondo. Si detenían alguna y abrían la válvula, salía olor a gas. También transportaban cocaína a través de túneles, mediante operación hormiga de coches particulares con la droga escondida en compartimentos secretos, dentro de submarinos caseros y por avión.

Después de la muerte de Amado Carrillo Fuentes, el cártel empezó a incursionar en nuevas maneras de enviar cocaína a Estados Unidos. El Mayo llevó al Rey a conocer a Tirso, un mecánico que se encargaría de transportar cocaína en tanques de tren. Se conocieron en el aérea de carga del ferrocarril en Ecatepec, Estado de México, donde Tirso le enseñó los tanques que venían de Estados Unidos con químicos y aceite. Adentro de esos mismos tanques había una compuerta donde guardaban la cocaína. Sólo quien conocía el sistema lo podía abrir. Era una operación de bajo riesgo y la única persona que estaba presente en la zona de carga era un velador. En total sólo llegó a ver a Tirso una vez más.

En el tiempo que le quedaba entre sobornar funcionarios públicos y administrar las bodegas de almacenamiento, empaque y distribución de cocaína, El Rey se hacía espacio para reunirse con contactos que le ayudaban a importar otras drogas, además de la cocaína. Una de esas reuniones fue entre 2004 y 2005 en un parque de la Ciudad de México, con Chéspiro, el hombre de confianza del Chapo en el negocio de las metanfetaminas. En esa reunión, Chéspiro y El Rey acordaron importar entre 15 y 20 toneladas de efedrina desde Asia. Abrieron una empresa fachada, por la cual importarían mercancía comercial tres veces antes de traer la efedrina. Cuando tuvieron el precursor para fabricar metanfetaminas, o hielo, disolvieron la compañía.

El Rey también se encargaba de sobornar a los funcionarios del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México para que pudieran llegar los vuelos con envíos de droga sin problemas. Normalmente tenía todo bajo control, pero en 2005 recibió una llamada del Chapo. Necesitaba ayuda. Acababa de llegar un vuelo comercial de la línea Aeropostal, administrada por Chuy Villegas, con un cargamento de cocaína colombiana y no lo dejaban pasar. Eran cinco toneladas de cocaína y ya las habían requisado.

Era la tercera vez que llegaban cargamentos con droga, las dos ocasiones anteriores les habían dado chance por ser gente del Mayo y del Rey, le dijeron las autoridades del aeropuerto. Pero esa vez no era gente suya, ni de su hermano, recordó el testigo molesto, sino del Chapo. Pero como eran un mismo cártel, tuvo que trabajar con las autoridades haciendo un papeleo legal muy embrolloso para lograr sacar la cocaína. Al final le terminaron cambiando el nombre a la aerolínea, que pasó a llamarse Aerofox y siguió operando incluso después del arresto del Rey en 2008.

Los envíos por barco tenían una logística diferente, debían esquivar la guardia costera estadounidense. Tal era el reto, que en 1995 una tripulación perdió todo el cargamento de cocaína después de un ataque de pánico. Aquella ocasión el envío venía de Colombia y poco antes de llegar a su destino, a las orillas de Nayarit, los narcos en el barco pensaron que los estaban persiguiendo los estadounidenses y su solución fue aventar toda la cocaína por la borda, lanzándola al mar. El cártel no estaba dispuesto a perder la mercancía, así que mandaron un equipo de buzos de profundidad a buscarla y la recuperaron.

Una década más tarde, la organización de los envíos marítimos se había sofisticado. En 2006, El Rey asistió a tres reuniones donde se organizó el envío de 30 toneladas de cocaína desde Panamá a Sinaloa. La inversión inicial la hicieron Arturo Beltrán Leyva, El Mayo y El Chapo; el barco lo había conseguido uno de sus socios de Culiacán, el Capi Beto. El plan era cargar el barco en Panamá con lanchas rápidas y mandarlo hasta Topolobampo o Mazatlán. Después de la primera reunión, El Chapo le pidió al Azul, el intermediario del grupo, que se quedara con él para platicar, ambos bebieron de una botella de whisky Buchanan’s. Aunque la reunión había sido de negocios, Guzmán Loera estaba preocupado por la cantidad cada vez mayor de problemas entre el Cártel de Sinaloa y Arturo Beltrán Leyva. El año siguiente, 20 de las 30 toneladas que venían de Panamá fueron incautadas por la guardia costera. Aparentemente Capi Beto hacía demasiadas llamadas y la DEA había interceptado sus comunicaciones. Ese mismo año se desató la guerra contra los Beltrán Leyva.

Una de las últimas hazañas del Rey fue mandarse a hacer un submarino casero que se podía sumergir tres metros y cuya estela no podía ser detectada por ningún satélite. Pagó un millón de dólares a los ingenieros que lo construyeron en Colombia y juntó una inversión de otro millón de dólares para importar cinco toneladas de cocaína. A la vaquita (la cooperación) le entraron El Mayo, El Chapo y sus trabajadores de la Ciudad de México. La guardia costera estadounidense lo interceptó en septiembre de 2008; terminó en Costa Rica. Pero detrás de su submarino venían otros cuatro: uno de Nacho Coronel, otro de Genaro, otro del Mayo y uno más del Chapo. Cada uno traía entre cinco y seis toneladas de cocaína. Con sus contactos, El Rey les ayudó a que llegaran a puerto y recibió en sus bodegas todos los envíos, menos el del Chapo. Un mes después, en octubre de 2008, arrestaron al Rey.

Los sobornos

Era curioso que la fiscalía sacara el tema de los sobornos. Necesitaban establecer ese paso para explicar la operación del cártel. Después de todo, los funcionarios públicos eran una división específica de la estructura del Cártel de Sinaloa, como había explicado El Rey. Pero los sobornos más significativos y grandes, los de los altos mandatarios con nombre y apellido, serían un tema que la fiscalía intentaría ocultar a toda costa. Esos sobornos ayudaban a corroborar la historia de la defensa, donde el cártel les pagaba a los políticos de altura para dejarlos seguir operando.

Los pagos se distribuían una vez al mes. El Rey le daba 300 mil dólares al director de la Procuraduría General de la República, al de Caminos y Puentes Federales, al de la Policía Judicial, al de homicidios, a las autoridades del aeropuerto y a policías municipales. Cuando recibían la droga colombiana en las costas, El Rey usaba la ayuda del comandante estatal de la PGR, el Yanqui, y el de la Policía Federal de Caminos, el Puma, quienes los escoltaban para que nadie los detuviera.

Uno de los pagos que El Rey hizo fuera de la capital fue para el “general Toledano” que trabajaba en Chilpancingo, Guerrero. Estaba desayunando con Guzmán Loera en una de sus casas de la sierra en 2003, cuando El Rey le avisó que quería importar un cargamento de cocaína por Guerrero. Un grupo de mujeres preparaba más comida. El Chapo le dijo que fuera a ver al general Toledano de su parte para avisarle que iba a estar trabajando en el estado, que le diera 100 mil dólares de regalo y le mandara un abrazo, recordó Zambada. Ese nombre que El Rey mencionó apenas de pasada en uno de sus cuatro días de testimonio era el general Gilberto Toledano Sánchez, comandante, en 2004, de la 35 zona militar en Chilpancingo, Guerrero. Después fue Secretario de Seguridad Pública en Morelos, incluso diputado suplente para el mismo estado.7 Antes de irse, ese día, El Chapo le pidió al Rey que le vendiera cocaína cuando la tuviera. Como sublíder del cártel, Zambada organizaba a veces sus propias importaciones, Guzmán Loera le compraba cuando no tenía suficiente para abastecer el mercado de Estados Unidos. Con ese arreglo, le llegaría a comprar aproximadamente 2 mil kilos por año, de 2004 a 2008. Para encargarse de las transacciones, El Chapo mandó a Juancho, su primo, a la Ciudad de México.