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¿Y la justicia cuándo Señor Presidente?

Checa aquí la opinión de este colaborador invitado

Escrito en NACIÓN el

El Ejército Mexicano ha cargado con el estigma social de ser un represor de los opositores al gobierno y hay hechos que explican esa acusación.

Entre ellos destaca el asesinato de Rubén Jaramillo su esposa e hijos en mayo de 1962 por soldados uniformados.

Ese crimen sigue impune, como muchos más que ilustran la larga noche en que el Ejército hacía los trabajos sucios que el interés de sus mandos o del autoritarismo gubernamental le ordenaba.

El argumento justificante era el de la obediencia debida al mando superior, por encima de cualquier otra consideración, incluyendo la ley.

En varios países del área ocurría, con intensidad diferenciada, el mismo fenómeno: kaibiles guatemaltecos y soldados argentinos, hondureños, peruanos y chilenos impusieron un terror infame a sus connacionales.

Desde el enfoque de la Guerra Fría, en la Escuela de las Américas, el gobierno norteamericano, por pedimento de sus gobiernos nacionales, entrenaba a soldados latinoamericanos, mexicanos incluidos, en el combate a la subversión comunista en el área.

La respuesta de los opositores hacía tabla rasa y condenaba al ejército, en su conjunto y como institución, bajo la acusación de ser una pandilla de asesinos a sueldo; frecuentemente los actos de mandos y tropa daban lugar a esa generalización: el ejercito de la tiranía se encargaba del trabajo sucio.

Con el tiempo las cosas cambiaron: fracasó el socialismo, se marchitó el paradigma revolucionario y lo ocurrido en el escenario internacional influyó en la pugna mexicana por el poder.

El más reciente estertor de la revolución armada en México ha sido el nacimiento del tan emblemático como inmóvil EZLN y del encapsulado EPR.

Estos antecedentes podrían explicar que sobreviva entre los opositores más combativos e ingenuos el Kit Caracterización del Ejército, vigente desde la Guerra Fría, que nutre sus indignados argumentos en acusaciones del corte Ejército asesino, socio y cómplice del crimen y del gobierno represor.

En México, un importante punto de inflexión fue el esclarecimiento del caso Rosendo Radilla, líder desaparecido en agosto de 1974; inusitadamente el gobierno reconoció que ese crimen fue ejecutado por el Ejército.

De cualquier modo y por su propia naturaleza, la presencia y actuación del Ejército en la Plaza se las Tres Culturas en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, sigue concitándole la condena de amplios sectores sociales.

Está documentado indubitable e irrefutablemente que integrantes del Estado Mayor Presidencial recibieron órdenes de disfrazarse de civiles y, apostados en edificios circundantes a la Plaza de las Tres Culturas, a una señal dispararan a mansalva contra la multitud, que incluía tropa uniformada.

García Barragán, entonces secretario de la Defensa Nacional así lo reconoce y deja testimonio de puño y letra en el libro Parte de Guerra, de J. Scherer y C. Monsiváis, (Ed. Nuevo Siglo junio 1999).

Desde hace veinte años se conoce públicamente la evidencia directa y categórica de que la matanza fue planeada y ejecutada por los más altos mandos del Poder Ejecutivo Federal, y que un cómplice del crimen entregó ese testimonio como confesión voluntaria.

De hecho, la matanza de Tlatelolco no fue obra del Ejército; fue un crimen genocida planeado secretamente por funcionarios del Ejecutivo Federal y ejecutado por algunos miembros encubiertos del Estado Mayor Presidencial que se acogieron al argumento de la Obediencia Debida.

El sambenito ganado a pulso por su comprobado pasado como ejecutor y cómplice en crímenes contra líderes y movimientos opositores, junto a acusaciones interesadas en acrecentar el repudio social en su contra, explican que vox pópuli, luego de cincuenta años, siga acusando al Ejército Mexicano por tan nefando crimen.

El Ejercito Mexicano debe rendir cuentas por no haber defendido su honor y por cargar con las culpas de un grupo de traidores encabezados por su Comandante Supremo: desde su silencio se coludió con los enemigos de la sociedad, con los criminales que han provocado el resentimiento, la pérdida de confianza y el repudio a las instituciones durante cincuenta años.

La Resolución emitida hace unos días en el caso de Martha Camacho Loaiza, que contiene la presentación pública de disculpas por las atrocidades cometidas contra ella, su difunto esposo y su hija, debe contener el cumplimiento a la garantía que a las víctimas ofrecen los artículos 1, párrafo tercero, y 20, Apartado “A”, fracción | de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, los artículos 2” fracciones 1, II, 111, 79, fracciones ll, 111, VII, XI, XXIV, XXVI, XXVII y XXXVII, 10, 12, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25 y 26 de la Ley General de Víctimas.

Tales garantías son el derecho a que las víctimas y la sociedad en general conozcan los hechos constitutivos de delito y de las violaciones a derechos humanos de que fueron objeto, la identidad de los responsables, las circunstancias que hayan propiciado su comisión, así como tener acceso a la justicia en condiciones de igualdad.

Esto es: el Ejército, en acatamiento a las disposiciones generales y al marco jurídico que lo norma, está obligado a investigar y dictaminar sobre la escala de mando, la participación de todos sus integrantes y el esclarecimiento de responsabilidades en lo acaecido el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco.

En el juicio seguido a Luis Echeverría se reconoció como acreditada la comisión del delito de genocidio, pero sentenció como no comprobado que el acusado hubiera cometido ese delito.

Según la sentencia del Quinto Tribunal Colegiado en materia penal del primer circuito, desde el 26 de marzo de 2009 los poderes Ejecutivo y Judicial han asumido que en México hay genocidas impunes y en libertad.

Limpiar la memoria y el honor del Ejército Mexicano es tan importante como sancionar penalmente a los militares que hoy violen la ley: esa es una institución que pertenece a todos los mexicanos, es un bien social que debe protegerse hasta de las ilegalidades de sus mandos, como lo demostró el 68.

La disculpa que el Ejecutivo Federal presentó recientemente a una exguerrillera dio cumplimiento parcial a la ley; la sociedad debe estar vigilante de que ese cumplimiento sea integral y completo, las puras disculpas son un acto de cortesía y luego de cincuenta años de denuncia, aquí lo que se requiere es justicia.

 

Francisco Eduardo de la Vega de Ávila es una de las dos personas a quienes el Estado, a través de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), declaró el 8 de enero de 2018 como víctima de la represión por los hechos ocurridos y derivados de la matanza del 2 de octubre de 1968. De la Vega aún espera que ejecuten la reparación del daño ofrecida. Fue participante del movimiento estudiantil y estuvo preso en Lecumberri, donde tomó decenas de fotografías sobre la vida en el penal de los activistas y su relación con otros reos.