A finales de la década de los 50, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) lanzó al espacio un extravagante y peligroso sistema de comunicaciones de largo alcance para facilitar las comunicaciones en caso de un ataque soviético.
Walter E. Morrow y Harold Meyer idearon lanzar al espacio cientos de millones de finas agujas de cobre de 1.78 centímetros de largo y cerca de 20 micras de diámetro (cuatro veces menos que el grosor de un cabello humano) para que el metal pudiera transmitir ondas de radio de 8 GHz.
Para 1961, Estados Unidos puso en práctica esta idea con el lanzamiento de un dispensador metálico cargado con 480 millones de agujas a bordo de un misil Atlas-Agena, sin embargo, por una falla, la carga no se desplegó.
En 1963, se realizó un segundo intento, ahora para poner en órbita 350 millones de agujas a 3 mil 500 kilómetros de altura. Y fue todo un éxito: pudieron hacer conexiones por voz y enviar teletipos entre California y Massachusetss.
Pero todo se arruinó cuando las agujas se dispersaron y la calidad de las transmisiones cayeron en picado.
A consecuencia de esto la Unión Astronómica Internacional (IAU) y el Comité de Investigación Espacial (COSPAR) pidieron participar en el experimento y ser parte del plan.
Posteriormente, el proyecto entró en el Tratado del Espacio Exterior diseñado para luchar contra la militarización y la degradación en el espacio. Donde los países se comprometen a no reclamar el espacio y a no contaminarlo.
Actualmente, miles de agujas aún están en el espacio y se convirtieron en proyectiles que viajan a decenas de kilómetros por hora. Otras regresaron a la atmósfera y se quedaron acumuladas en el hielo de los polos.
cmo