En una de las conferencias matutinas del presidente, Andrés Manuel López Obrador  se comprometió ante la madre de una fotoperiodista asesinada en Oaxaca a que su caso sea revisado por la secretaria de Gobernación, en el marco del día internacional de la no violencia contra las mujeres. Que se encargue la mujer, y que lo haga en un día conmemorativo, faltaba más.

Minutos antes, el presidente se congratuló de haber expresado frente a sus homónimos del G-20 cinco aprendizajes de su gobierno durante la pandemia, entre los cuales está que “la familia es la principal institución de seguridad social”. No es la primera vez que AMLO hace esa aseveración. Lo ha dicho en otras ocasiones refiriéndose a cómo la familia mexicana se hace cargo de sus adultos mayores, a diferencia de ‘otros países’ en donde se les confina en asilos.

Con esa frase el presidente pone en evidencia varios aspectos clave de su orientación moral y política. Primero, considera que la familia es una institución, y como tal, esta tiene unas funciones definidas entre las cuales se encuentra invariablemente la reproducción y por ende contempla unos roles para cada integrante. En esta idea de familia como institución normalmente alguien provee y alguien cuida. En estos tiempos que corren es muy frecuente que dos personas provean, pero muy raro que esas dos personas también cuiden. ¿Cómo distinguirlas? Es fácil. Casi siempre uno es hombre y la otra es mujer. 

Se trata de una idea problemática porque la realidad evidencia que existen muchos tipos de relaciones socio-afectivas tan variadas como los posibles acuerdos de convivencia, económicos, sexuales, de tareas domésticas o de cuidados, con o sin vinculo sanguíneo o legal, pero solo a una de esas formas se le denomina ‘institución’.

 

Los costos de los cuidados

Pero bueno, compremos la idea de que la familia es una institución. Decir que se trata de la mejor institución de seguridad social no solo es desembarazarse como Estado de la responsabilidad que tiene de garantizar ciertos mínimos indispensables de bienestar y de protección en caso de necesidad, es también ufanarse de que ante la ausencia del Estado, los integrantes vulnerables de la sociedad (niñas y niños, personas enfermas o de edad avanzada) no tienen de qué preocuparse, porque su cuidado estará en las mejores manos (¡y gratis!), las de su familia. Y en la familia ¿quiénes cuidan? Las mujeres.

Afirmar esto es escurrir el bulto. Los cuidados tienen un costo no solo económico, sino físico, emocional y de oportunidades. El tiempo y la energía que se emplea para cuidar de alguien más que de sí misma es invaluable e irreparable.

Vaya evolución. A principios de este siglo el presidente decía que las mujeres éramos lavadoras con patas, veinte años después somos instituciones de seguridad social con patas.

Bajo este paradigma, no sorprende que ante la emergencia sanitaria el modelo educativo “Aprende en casa” se haya planteado sin reparar en las implicaciones que tendría para las mujeres absorber una labor más: la educación formal de los niños. O que se eliminen las estancias infantiles porque a las criaturas las puede cuidar su abuelita. En todos los casos se trata de un abuso. Una forma de violencia ejercida directamente por el Estado tanto en el discurso como en la práctica.

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*ANA GABRIELA JIMÉNEZ CUBRÍA es comunicóloga y periodista por la Universidad Iberoamericana. Es maestra en Estudios de Género por la Universidad Autónoma de Madrid y ha sido tallerista y conferencista sobre temas de género y feminismo. Se ha especializado en periodismo económico con especial interés en la brecha económica entre hombres y mujeres. Actualmente estudia la maestría en Periodismo y Políticas Públicas del CIDE y es analista de la consultoría Miranda Partners.

Twitter: @delmargaviota